
Los seguidores y discípulos de Jesús tenemos una enseña clara que nos debe distinguir: el amor de unos a otros como Él nos ha amado. Así quiso Jesús que fuera su mandamiento nuevo y que en ello conozcan los demás que somos discípulos suyos.
Este mandamiento nuevo lo cumplieron al pie de la letra los cristianos de la primitiva comunidad, de tal manera que todo el que les contemplaba espontáneamente se sorprendía.
El amor es algo que tenemos que vivir pero lo hacemos entre personas que somos débiles y con defectos y a veces fallamos y en vez de amarnos hacemos algo que les gusta a los demás o los demás hacen algo que no nos gusta a nosotros; por eso es necesario que ese amor que Cristo nos mandó lo sepamos y logremos expresar a través del perdón a quienes nos hacen algo que no nos gusta o que nos ofende.
Esto quiere decir que el amor en nuestra vida de convivencia, de relación de unos con otros, hemos de traducirlo en perdón. Por eso Jesús en el evangelio este domingo nos habla del perdón, pero además no solo del perdón a los que son próximos a nosotros y nos quieren y que a veces fallan, sino también el perdón a los que no nos quieren bien, a nuestros enemigos.
Cuando somos capaces de ofrecer el perdón a alguien que nos ha ofendido nos sentimos más felices
Este mandato de Jesús, Él lo cumple radicalmente, de tal manera que incluso en aquel momento de morir, cuando le están crucificando y le elevan en la cruz, una de sus últimas palabras van a ser estas: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34).
El Señor sabe que el perdón no es fácil para nosotros, y mucho menos a los enemigos, a los que no nos quieren bien, a los que conscientemente quieren que nos sintamos ofendidos. Por eso Jesús nos explicita la necesidad de amar a todos y, especialmente, a los que nos ofenden, porque esa es la verdadera distinción del cristiano de todos los demás que no creen: «Y si hacéis bien solo a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores hacen lo mismo» (Lc 6, 33).
Aunque nos cueste, hemos de poner todo nuestro esfuerzo en lograrlo, en lograr que en nuestro corazón no exista ni odio, ni rencor, ni siquiera distancia. Si no, ya podemos tenernos por muy seguidores de Jesús, pero si, en nuestro corazón, en vez de amor dejamos que anide el odio o el rencor o la guardia de distancia con alguien, no estamos cumpliendo el mandamiento del Señor. San Juan nos dice que «Si alguno dice: “Amo a Dios”, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve» (1 Jn 4, 20).
El Señor sabe que el perdón no es fácil para nosotros, y mucho menos a los enemigos, a los que no nos quieren bien
Cuando somos capaces de perdonar, de quitar un odio de nuestro corazón; cuando somos capaces de no guardar rencor a nadie sino que le perdonamos en nuestro corazón; cuando en definitiva, somos capaces de ofrecer el perdón y acercarnos a alguien que nos ha ofendido y nos mantenía alejados de él; entonces nos sentimos más felices, mas dichosos, más a gusto con nosotros mismos porque no tenemos que estar siempre demostrándonos a nosotros mismos y a los demás que les odiamos o les guardamos rencor. Nos acercamos a ellos para demostrarles que no tenemos nada en contra de ellos. Así nos sentimos muchos mejor, mucho más a gusto con nosotros mismos.
El odio, el rencor y la falta de perdón no nos permite ser felices ni sentirnos bien, sin embargo, cuando somos capaces de perdonar y perdonamos, entonces nos sentimos mucho mejor.
Vivamos esta experiencia del perdón de alguien que nos ha ofendido y que hemos tenido o tenemos por nuestro enemigo. Veremos cómo nos sentimos con el alma mucho más en paz, porque además de no dejar que el odio o el rencor o la falta de perdón aniden en nosotros, el perdón nos hará sentir que estamos más cerca del Señor, que nos ha mandado amar a nuestros enemigos y hacer el bien a los que nos ofenden.
+ Gerardo
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