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Para mantener viva la esperanza, necesitamos estar bien enraizados en Cristo con una espiritualidad profunda.
Nuestra vida cristiana, sacerdotal y ministerial, debe estar plenamente enraizada en Cristo. Sin este enraizamiento, nuestra vida y nuestra misión será cada día más estéril, nos resultará más difícil y encontraremos menos sentido en lo que hacemos y trabajamos.
Dios siempre es fiel y mantiene su alianza y su compromiso con nosotros, y si nos ha dicho: «Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20) nos hará sentir su presencia y nos dará fuerza para seguir siendo generosos con lo que nos pide la misión evangelizadora que Él nos ha confiado.
Para ello, todos necesitamos renovar cada día nuestra espiritualidad, porque, casi seguro que, es nuestra frágil e incluso nuestra escasa espiritualidad, la causante principal de nuestra flojera pastoral, de nuestro desánimo y de nuestra falta de sentido de lo que hacemos.
Necesitamos una espiritualidad fuerte y auténtica que nos haga fuertes y animosos frente a ese ambiente que nos desanima, frente a una sociedad que parece que se ha empeñado en no admitir a Dios en ella, y en ofrecer otros caminos que predican otros valores distintos o contrarios a los de Cristo.
Necesitamos, como dice el Papa, «dejarnos fascinar por Jesús», cuestionando nuestra vida desde el evangelio y desde Él, «no tener miedo a dejarnos turbar por la presencia de Cristo que nos sigue invitando a entregar nuestra vida», para que la evangelización sea una verdadera realidad en nuestro mundo, en nuestras comunidades y entre nuestra gente y que ella sea la que mueva constantemente nuestro trabajo y nuestra ilusión por conseguirla.
«A tiempos recios, amigos fuertes de Dios», que decía santa Teresa de Jesús. Nuestra vida apostólica sólo perdurará imbatible en cada uno de nosotros si está bien enraizada en Cristo porque, como Cristo nos dijo: «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15, 5). De esto tenemos todos una experiencia propia: cuando nuestra espiritualidad es fuerte, fresca y viva, las dificultades son menos, cuando es escasa, mustia y débil, las dificultades se acrecientan por momentos.
Este enraizamiento en Cristo nos permitirá no dejarnos llevar por la mundanidad, por la comodidad o el desánimo, porque las situaciones de desánimo, de desilusión y de poco ardor son las que nos hacen perder el verdadero sentido de nuestra misión, de nuestra vida y de nuestra vocación.
La mundanidad no es solo algo que está en el mundo, también se ha metido en la Iglesia a través de nosotros y de tantos cristianos que, sin darnos cuenta, nos hemos dejado dominar por ella y, tantas veces, actuamos más desde los criterios del mundo que desde los criterios del evangelio, de Dios y de nuestra fe.
Para mantener viva la esperanza, necesitamos estar bien enraizados en Cristo
La fuerza de la mundanidad reinante en nuestra sociedad y la debilidad de nuestra espiritualidad, nos hacen ir perdiendo poco a poco, o a pasos agigantados, el sentido de Dios en nuestra vida, y notamos más la flojera pastoral en nuestro ministerio.
La grandiosidad y la exigencia de nuestra misión y de nuestra entrega al ministerio reclaman, necesariamente, una recuperación personal y ministerial desde la fe y desde nuestra confianza y esperanza en Dios.
Necesitamos recuperar nuestra esperanza, pero ésta solo la recuperaremos desde la recuperación de nuestra espiritualidad profunda, que nos haga mirar el mundo con los ojos de Dios, descubriendo lo bueno que existe en este mundo para amarlo y lo negativo del mismo para transformarlo desde el mensaje de Cristo.
La evangelización y la tarea evangelizadora no se hace sin una vida profundamente enraizada en Cristo ni una fe profunda y adulta alimentada y sostenida por el trato asiduo con Dios, desde el que nos preguntemos: «¿Qué quiere Dios de mí en este momento?», a la vez que le pedimos que nos ayude a entregarnos por entero a la misión que Él nos ha confiado.
Una auténtica espiritualidad nos ayudará a que en nosotros haya una verdadera esperanza, y ésta nos ayudará a recuperar la ilusión y el ardor evangelizador. Sólo desde ella lograremos renovar nuestra vida de fe y una verdadera frescura en nuestra tarea apostólica y evangelizadora, que el Señor nos ha confiado a cada uno y a toda la Iglesia.
Una vida bien enraizada en Cristo será la fuente de la alegría evangelizadora desde la que debemos vivir siempre nuestra tarea misionera, porque nos hará sentir la presencia del Señor en nuestra vida constantemente y si Él está con nosotros, ¿quién contra nosotros?
+ Gerardo
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