Queridos amigos:
Estamos ya concluyendo este tiempo litúrgico del Adviento. Un tiempo de espera y de esperanza del Salvador. Un Salvador que quiere encarnarse en cada uno de nosotros, que quiere ser salvador nuestro, que quiere que nosotros le abramos nuestro corazón y le recibamos en nuestra vida.
María lo esperó con el corazón lleno de amor de madre, como toda madre que espera a ese hijo deseado en el que ha pensado tantas veces durante los nueve meses de embarazo.
También nosotros hemos de esperarlo con amor, porque amor con amor se paga. Él se ha encarnado por amor y quiere que le dejemos entrar en nuestra vida y en nuestro corazón para demostrarnos el gran amor que él nos tiene.
El amor a Él nos pide ocupar un puesto importante en nuestra vida y en nuestro corazón. Nos pide también que lo amemos a través del amor a los demás. Nuestro amor a Él y a los hermanos será la mejor manera de prepararnos y esperar que el Señor fije su tienda en la vida de cada uno de nosotros.
A imitación de María y José debemos esperar al Señor que quiere venir a nuestra casa con verdadera alegría. Ante un acontecimiento importante y bueno para nosotros, se produce en nuestro corazón esa sensación de sentirnos bien, de estar alegres por ello.
La venida de Cristo a la vida y al corazón de cada uno de nosotros es el mejor acontecimiento que podría producirse para nosotros. Por ello, nuestra actitud ante el Hijo de Dios que quiere hacerse un hueco importante en nosotros, que quiere hacerse realidad en nuestra vida, también debemos sentirnos verdaderamente alegres y contentos de que el Señor lo haya querido así.
María manifestó su alegría con el cántico del Magníficat: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi salvador, porque ha hecho en mí maravillas».
En nosotros, el Hijo de Dios que se encarna, va a producir la más grande de las maravillas: que con su nacimiento lleguemos a ser también nosotros hijos de Dios. Este es un motivo más que suficiente para sentirnos alegres y que nuestra alegría la manifestemos también a los demás, lo mismo que ella hizo a su prima Isabel.
El mundo nuestro es un mundo triste, un mundo insatisfecho, un mundo que ha equivocado el tiro y, en vez de admitir a Dios en su seno, se ha ido tras otros dioses que no dan la felicidad ni la alegría. Nosotros hemos de ser testigos de esta alegría, precisamente, en este mundo así, porque los creyentes tenemos motivos auténticos para estar alegres y manifestar dicha alegría en nuestra vida y con nuestra vida a los demás.
María lo esperó con el corazón lleno de gratitud. Ella sabía que, todo lo que en ella se había producido, había sido obra de Dios y no de su mérito ni valía personal, por eso dirá también en el canto del Magníficat: «Desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones, porque el poderoso ha hecho obras grandes por mí, su nombre es santo».
Lo que Dios ha hecho con nosotros no es obra nuestra, ha sido un don, un puro regalo de Dios. Todo lo que somos y tenemos no es fruto de nuestra valía, sino puro don de Dios. Él nos ha perdonado, nos ha hecho hijos suyos, nos ha redimido derramando su sangre por nosotros. Somos obra de Dios.
Nuestra actitud ante un Dios que nos regala todo lo que somos y tenemos no puede ser otra que la gratitud, el estar agradecidos, porque a pesar de nuestros pecados, a pesar de nuestra pequeñez, el poderoso ha hecho y está haciendo continuamente maravillas en favor nuestro.
Por eso tenemos que esperar la llegada de Jesús a nosotros con gratitud, con el corazón lleno de agradecimiento, porque se hizo hombre por nosotros y quiere llegar hoy a nuestro corazón por puro amor a nosotros.
+ Gerardo
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