
Queridos diocesanos:
Jesús enseñaba con autoridad. Así podemos escuchar en el evangelio de este domingo. Todos conocemos dos maneras de enseñar algo:
• Enseñar una determinada disciplina, sin implicarse en ella, enseñándola desde lo que es la teoría sobre ella, y que, por lo mismo, el que la enseña, no es consecuente con lo que enseña.
• Otra manera de enseñar algo, sobre todo cuando se trata de un determinado estilo de vida, es enseñar, no solo con teoría y palabra, dicho estilo de vida, sino acompañando la enseñanza con las obras, corroborando lo que se enseña con la palabra con el ejemplo de vida sobre dicha enseñanza.
Todos tenemos experiencia de ambas enseñanzas: hay quien tiene muy claro lo que se debe hacer y así lo enseña, pero él no se complica con dicha enseñanza, ni se compromete. Simplemente enseña con su palabra un determinado modo de vida.
Hay también quien enseña de palabra un determinado estilo de vida, pero que, al mismo tiempo, se compromete e implica en vivirlo él y ser un ejemplo lo que enseña.
Estas dos formas las conocían bien los oyentes de Jesús, que habían oído enseñar a los maestros de la Ley, que enseñaban lo que se debe hacer pero ellos no lo hacían, y conocían la manera de enseñar de Jesús, que predicaba un estilo determinado de vivir y Él era un modelo de aquello que predicaba, porque lo vivía de un modo excelente, siendo y encontrando sus discípulos y modelo y un testimonio en su forma de vivir.
Hoy, en nuestro mundo y en nuestro entorno, nos encontramos con personas que son pura palabrería, teóricos de determinadas materias, que hablan de honradez en la política, pero no la viven; de economía y despilfarran; de religión y de fe, pero no creen; predicadores de valores a los que les son indiferentes, viviendo al margen de ellos.
Hoy, nuestro mundo, que es un mundo increyente y sin Dios, reclama, de los que nos decimos creyentes, coherencia. Es decir, que vivamos aquello que decimos que creemos, que nuestra vida sea un verdadero compromiso y testimonio de lo que Dios nos pide y de él, en quien decimos que creemos.
De no ser así nuestro apellido de «cristianos» se convierte para todos cuantos nos ven en una palabra vacía, sin sentido.
Muchas veces nos quejamos de la falta de fe de nuestro mundo actual. ¿No será que a los cristianos no nos ven como personas consecuentes, que vivimos lo contrario de lo que somos y decimos que somos?
Los padres se quejan de la poca influencia que han tenido o tienen en los hijos en lo que a la vivencia y valoración de la fe se refiere, ¿no será que tal vez les han enseñado solo de palabra y no con el ejemplo?
Los sacerdotes nos quejamos del poco fruto que tienen nuestros desvelos pastorales y evangelizadores. ¿No será que lo hacemos solo de palabra, pero que nuestra vida no se corresponde con lo que predicamos?
¿No será que toda esta realidad increyente de nuestro mundo se debe a que los cristianos no vivimos coherentemente nuestra fe y cuando los que no creen esperan encontrar en nosotros alguien convencido y convertido, ve que somos unos más del montón, del mundo, que en casi nada nos distinguimos de los que no creen?
Aquellos oyentes de Jesús no podían menos que descubrir en su enseñanza, que «enseñaba con autoridad», precisamente porque su predicación era distinta de la de los maestros de la Ley, ellos enseñaban de palabra y Jesús lo hacía con su mensaje. Todo cuanto predicaba en él lo vivía personalmente y era ejemplo para ellos.
La Palabra de Dios nos llama a cuidar nuestro ejemplo y nuestro testimonio cristiano, a ser coherentes en la vida y, si nos llamamos cristianos, obrar en coherencia, porque como decía san Juan Pablo II, muchos de los hombres y mujeres de nuestro tiempo, el único evangelio que van a leer, es el testimonio de fe que demos los cristianos.
¡Feliz domingo para todos!
+ Gerardo
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