
El domingo, desde el punto de vista histórico, es la primera fiesta cristiana; más aún, durante bastante tiempo fue la única. Los primeros cristianos comenzaron enseguida a celebrarlo, pues ya habla del domingo la Primera Carta a los corintios (16, 1), el libro de los Hechos (20, 27), la Didaché (14, 1) y el Apocalipsis (1, 10).
Tal vez uno de los retos más importantes para los cristianos y para cada comunidad cristiana en la actualidad sea el redescubrimiento, la recuperación del carácter sagrado, litúrgico, del domingo.
Hablamos de redescubrimiento y recuperación porque quizá la pérdida del sentido sagrado del domingo sea una de las señales más claras de esta situación de desacralización o secularismo que caracteriza al mundo actual.
El «domingo», «Día del Señor», el «Día para el Señor».
Juan XXIII, en su encíclica Pacem in terris, decía: «Para defender la dignidad del hombre como criatura dotada de un alma hecha a imagen y semejanza de Dios, la Iglesia ha urgido siempre la observancia del tercer mandamiento del Decálogo: “Acuérdate de santificar las fiestas”. Es un derecho de Dios exigir al hombre que dedique al culto un día de la semana en el cual el espíritu, libre de las ocupaciones materiales, pueda elevarse y abrirse con el pensamiento y con el amor a las cosas celestiales, examinando en el secreto de su conciencia, sus deberes hacia su Creador».
Y la constitución conciliar sobre la Sagrada Liturgia: «La Iglesia, por una tradición apostólica que tiene su origen en el día mismo de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que es llamado, con razón, «Día del Señor» o domingo. En este día, los fieles deben reunirse a fin de que, escuchando la Palabra de Dios y participando en la eucaristía, recuerden la pasión, resurrección y la gloria del Señor Jesús, y den gracias a Dios que los “hizo renacer a la viva esperanza, por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos» (1Pe 1, 1).
El domingo es el día del Señor y para el Señor y por eso nos sentimos llamados a encontrarnos con él
La recuperación del domingo es tarea de todos los que formamos la comunidad y mucho más después de una pandemia en la que las iglesias estuvieron cerradas.
Es tarea de los sacerdotes, que deben explicar a los fieles la importancia de la participación presencial en las celebraciones de la eucaristía. En tiempo de pandemia os dijimos a los fieles, especialmente a los mayores, que no fuerais a la celebración, porque había peligro de contagio, y porque así se nos decía desde las autoridades sanitarias y os acostumbrasteis a verla por la televisión.
Esto, que fue bueno en un tiempo en que la pandemia estaba en toda su fuerza, no lo es cuando dicho peligro ha pasado pero, tal vez, como os habías acostumbrado a ver la eucaristía por la tele, pues seguís haciéndolo, pensando que es lo mismo. Pues no es lo mismo y lo vais a comprender con un ejemplo.
Es tarea de los sacerdotes, que deben explicar a los fieles la importancia de la participación presencial en las celebraciones de la eucaristía
Si alguien nos invita a comer y participar en la celebración de un acontecimiento familiar, no nos da igual participar en la fiesta y comer con toda la familia, que verlo por un video que nos ofrecen grabado de la misma.
Esta es la diferencia, la participación en la fiesta es la que se tiene comiendo con todos y celebrando la fiesta en el lugar en el que se celebra, y no la que se ve por la televisión o por el video grabado, porque los que están presentes participan de la misma plenamente, los que no están solo son espectadores de los que comen y celebran la fiesta.
El sentido auténtico del domingo lo recuperaremos si participamos todos los que creemos en Jesús en la celebración de la eucaristía, porque en ella escuchamos en comunidad la Palabra de Dios que nos marca el camino a seguir y podemos participar del banquete de su cuerpo entregado y sangre derramada por nosotros.
El domingo es el día del Señor y para el Señor y por eso nos sentimos llamados a encontrarnos con él, presente en la comunidad que se reúne y presente real y sacramentalmente en el cuerpo y sangre que alimentan nuestra fe.
+ Gerardo
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