A las puertas de la Navidad

 
Celebramos este cuarto domingo de Adviento a las puertas de la Na­vidad y la liturgia pone a nuestra consideración al personaje más importante del Ad­viento, María.
Ella se preparó como nadie para el nacimiento de su hijo. Ella le espe­ró con alegría, como espera la madre al hijo deseado, que cada día de su embarazo sueña con tenerlo ya en sus brazos y darle todo el cariño y amor que solo una madre puede dar.
María se pone en camino, hacia la montaña, a casa de Isabel para ayu­darla en el parto del que nacerá el precursor de Jesús: Juan el Bautista.
Cuando María se puso en camino llevaba a Dios en su seno y por lo mis­mo el Hijo de Dios ya estaba en este mundo, por amor a la humanidad, para rescatarnos de nuestro pecado.
María sabe lo que está sucedien­do dentro de ella y lo vive con unas actitudes importantes que nos pue­den servir a nosotros para preparar la venida de Cristo, si imitamos sus mismas actitudes.
María espera a su hijo con fe. Ella cree en la maravilla que Dios ha he­cho en ella, que siendo pobre y pe­queña, sin embargo, Dios ha hecho la mayor de las maravillas, que el Hijo de Dios se encarnara en las entrañas de su madre virgen.
La fe estuvo siempre muy pre­sente en la vida de la Virgen: por fe acepta la palabra del Ángel de que va a ser la madre del salvador; por fe, aceptó que su hijo, que era el Hijo de Dios, naciera en un pobre portal; por fe aceptó ser emigrante en Egipto para salvar la vida de su hijo; por fe lo acompañó en toda su vida, aunque no acabara de entender determinadas actitudes de Jesús; por fe lo acompañó en el camino de la cruz; por fe está allí, de pie, junto a la cruz de Jesús, mientras él muere por redimir al ser humano y para, con su sangre, rescatar al hombre del su pecado. Con gran fe espera la llegada de su hijo, que ella sabe que, además, es Hijo de Dios y como madre de cu­yas entrañas nacerá aquella criatura, desde el primer momento lo adora como a su Dios y salvador.
María espera a su Hijo con alegría y llena de gozo por su nacimiento. Es también la alegría de toda madre que espera a un hijo que ha deseado te­ner. Ella exulta de gozo y canta aquel «proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi salvador, porque ha mirado la hu­millación de su esclava Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí» (Lc 1, 46-49).
El fundamento de su alegría es que Dios ha hecho obras grandes en ella, ha hecho nada más y nada me­nos que sea la madre del Salvador. Ella, que es pobre, esclava y pequeña, porque el poderoso es santo y su misericordia llega a su fíeles de generación en generación (Cfr Lc 1, 46-51).
María espera a su hijo llena de amor y cariño. Lo ama como su Hijo que es y solamente una madre sabe amar a un hijo con todas sus fuerzas.
Pero le ama también como su Dios. Ella sabe que el hijo que va a nacer de ella es el Hijo de Dios y debe «amarle con todo su ser, con toda su alma y con todas sus fuerzas» (Mc 12, 30); poniéndolo a Él como lo pri­mero y lo más importante en su vida, porque solo así está cumpliendo el primer mandamiento.
Estas tres actitudes con las que es­pera la Virgen a Cristo, son la misma que se nos pide a nosotros: fe. Porque él viene a nosotros para salvarnos, entrar en nosotros y ofrecernos la salvación. Alegría, porque viene a salvarnos, debemos sentirnos agra­decidos, pero también alegres por ello. Y amor, porque «amor con amor se paga» y tanto amor como Él nos ha dado y demostrado con su entre­ga a la muerte y en su resurrección, solo podemos agradecérselo devol­viéndole, aunque se muy poco en re­lación con lo grande de su amor, un poco de nuestro amor.
 
+ Gerardo
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