Haciendo memoria de los Mártires de Daimiel y Moral de Calatrava

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    Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12, 24).Con estas palabras, Jesús, la víspera de su Pasión, anuncia su glorificación a través de la muerte. Este anuncio resuena con fuerza en nuestro espíritu en nuestro corazón y en nuestra vida, cuando hacemos memoria en este mes de Julio de los «testigos de la fe», que fueron los mártires Pasionistas de Daimiel, y de los que recibieron el martirio por defender su fe en Moral de Calatrava, que fueron fusilados entre 1936 y 1939 durante la guerra española.

    Cristo es el grano de trigo que, muriendo, ha dado frutos de vida inmortal. Y sobre las huellas del rey crucificado han caminado sus discípulos, convertidos a lo largo de los siglos en legiones innumerables «de toda lengua, raza, pueblo y nación»: apóstoles y confesores de la fe, vírgenes y mártires, audaces heraldos del Evangelio y silenciosos servidores del Reino.

    La experiencia de los mártires y de los testigos de la fe no es característica solo de la Iglesia de los primeros tiempos, sino que también marca todas las épocas de su historia. En el siglo XX, tal vez más que en el primer período del cristianismo, son muchos los que dieron testimonio de la fe con sufrimientos a menudo heroicos.
    Cuántos cristianos, en todos los continentes, a lo largo del siglo XX, pagaron su amor a Cristo derramando también la sangre. Sufrieron formas de persecución antiguas y recientes, experimentaron el odio y la exclusión, la violencia y el asesinato. Nuestras tierras volvieron a ser tierras donde la fidelidad al Evangelio se pagó con un precio muy alto. En el siglo XX «el testimonio ofrecido a Cristo hasta el derramamiento de la sangre se ha hecho patrimonio común de católicos, ortodoxos, anglicanos y protestantes» (Tertio millennio adveniente, 37).
    «Dichosos vosotros cuando os insulten y os persigan, y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos porque vuestra recompensa será grande en el cielo» (Mt 5, 11 – 12). Qué bien se aplican estas palabras de Cristo a los innumerables testigos de la fe del siglo pasado, insultados y perseguidos, pero nunca vencidos por la fuerza del mal.

    Allí donde el odio parecía arruinar toda la vida sin la posibilidad de huir de su lógica, ellos manifestaron cómo «el amor es más fuerte que la muerte». Bajo terribles sistemas opresivos que desfiguraban al hombre, en los lugares de dolor, entre durísimas privaciones, a lo largo de marchas insensatas, expuestos al frío, al hambre, torturados, sufriendo de tantos modos, ellos manifestaron admirablemente su adhesión a Cristo muerto y resucitado. 

    La preciosa herencia que estos valientes testigos nos han legado es una herencia que habla con una voz más fuerte que la de los factores de división. Es la herencia de la Cruz vivida a la luz de la Pascua.

    El testimonio de los mártires debe cuestionar nuestra propia fe, a la vez que estimularnos a ser desde nuestra vivencia de la exigencia de la misma, verdaderos testigos para los que viven y conviven con nosotros.
    Que la nube de testigos que forman los mártires, nos ayude a todos nosotros, creyentes, a expresar con el mismo valor nuestro amor por Cristo. Ellos fueron testigos valientes de su fe hasta el punto de entregar su vida y su sangre por permanecer fieles al Señor y a su fe en Él. Nosotros debemos ser valientes testigos de Cristo en medio de nuestro mundo increyente, de tal manera que los demás, especialmente los que no creen puedan ver en nuestro testimonio, el evangelio de Cristo, encarnado y hecho realidad en nuestra vida. 

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