Estamos en el mes de noviembre, el mes de los difuntos, el mes en el que recordamos a nuestros seres queridos que ya han sido llamados por el Señor a la otra vida. Seguro que casi todos los que tenemos ya familiares próximos que han muerto, hemos estado en el cementerio, y hemos llevado unas flores como signo de cariño hacia ellos.
Lo que tal vez no se nos ha ocurrido hacer, y que por otra parte es lo más valioso e importante para ellos, lo único que realmente les va a servir ya en su estado, es elevar una oración, ofrecer la Eucaristía o algún sacrificio como sufragio por su eterno descanso.
Ellos, los difuntos, ya no están en tiempos de merecer. Somos nosotros los que podemos merecer por ellos, desde nuestra oración, desde nuestros sufragios por el eterno descanso de sus almas, desde nuestras buenas obras en favor de los demás, que ofrecemos por ellos. Por eso, es tan importante que siempre, pero especialmente en este mes, elevemos nuestras oraciones al Señor de la vida, y ofrezcamos sufragios por los que han muerto para que conceda a nuestros difuntos el perdón de sus pecados y sean admitidos a poseer la bienaventuranza eterna.
En nuestra sociedad laicista es curioso que nuestros cementerios se llenen, en este mes, de personas a visitar las tumbas de los seres queridos, pero que no se nos ocurra rezar por sus seres queridos difuntos, cuando realmente es lo único que ya les va a servir de ayuda para el perdón de los pecados y fallos humanos que pudieran haber cometido mientras vivían.
En la vida del hombre nada hay tan cierto como el hecho de la muerte. Esta, la muerte, es un hecho que se produce en todo ser humano, de ella no se libra nadie, ni pobres ni ricos, ni famosos ni desconocidos. Por otra parte, nada hay tan incierto como el momento de la misma, nadie sabe cuándo le va a sobrevenir la muerte. A la hora que menos lo pensemos el Señor nos llama a la otra vida y es importante que estemos preparados para que podamos presentarnos ante Él cargados de buenas obras.
El Señor nos hace una doble llamada en este domingo: una, a que pensemos en nuestra muerte viviendo nuestra vida desde la fe, desde la valoración de Dios y de los hermanos. El pensamiento sobre la muerte es algo a lo que el hombre actual es alérgico, no quiere pensar en ella, como si así se librara de la misma. Sin embargo, está seguro de que un día le llegará como a todos los mortales.
Es importante que en la vida pensemos en la muerte, no para entristecernos o quedarnos paralizados y sin ilusión, sino para vivir la vida desde otros valores: los valores del Evangelio porque si no la vivimos desde ellos nos equivocamos y lo hacemos solo desde criterios terrenos y mundanos, como si nuestra morada en este mundo fuera eterna, cuando sabemos que es temporal.
Muchas veces vivimos la vida pensando solo en el dinero, en tener más: más medios, más comodidad, en definitiva, tener y tener, como si la cartilla y la tarjeta de crédito nos la pudiéramos llevar para allá.
Pensar que un día hemos de morir, pensar en nuestra propia muerte nos ayudará a dar un valor relativo a los bienes materiales, nos llevará a compartirlos con los demás, sabiendo que esto es lo que nos va a valer ante el Señor el día que nos llame a su presencia.
El Señor nos hace una segunda llamada: estar en vela, estar preparado, viviendo desde lo que nos va a valer en la otra vida, porque allí no nos va a servir ni el prestigio, ni el dinero que tuvimos en la tierra, sino nuestra valoración de Dios y nuestro amor y ayuda a los demás.
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