El martes pasado celebrábamos en toda la Iglesia la solemnidad de La Asunción de la Virgen María en cuerpo y alma a los cielos como uno de los dogmas de nuestra fe.
Es este un dogma vivido por las comunidades cristianas antes de que fuera oficialmente definido por el papa Pío XII.
El dogma de la Asunción fue definido por el Papa el día 1 de noviembre de 1950 en la Bula Munificentissimus Deus, lo hace con estas palabras:
«Después de elevar a Dios muchas y reiteradas preces y de invocar la luz del Espíritu de la Verdad, para gloria de Dios omnipotente, que otorgó a la Virgen María su peculiar benevolencia; para honor de su Hijo, Rey inmortal de los siglos y vencedor del pecado y de la muerte; para aumentar la gloria de la misma augusta Madre y para gozo y alegría de toda la Iglesia, con la autoridad de nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo y con la nuestra, pronunciamos, declaramos y definimos ser dogma divinamente revelado, que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, terminado el curso de su vida terrena fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial».
María, en el misterio de su Asunción a los cielos es, «figura y primicia» de la Iglesia, que un día será glorificada, ella es consuelo y esperanza del Pueblo de Dios que peregrina en esta tierra, proclamaremos en el prefacio.
La fiesta de la Asunción es una invitación a no mirar tanto al suelo y a elevar nuestros ojos, nuestra mirada, pensamiento y corazón al cielo, que es nuestro destino último y definitivo.
En esta sociedad actual, en la que tanto tienes tanto vales; en la que se cuida tanto la buena imagen para que los que viven en este mundo nos miren con determinados ojos; en la que nos encontramos con tanta gente que únicamente busca el placer efímero y la felicidad terrena, como si con ella se acabara todo para el hombre que empieza en este mundo y todo termina con él; corremos el riesgo de confundir el medio con el fin y hacer de la vida terrena el principio y el fin del destino del ser humano.
La Asunción de la Virgen significa la celebración del «triunfo definitivo» de nuestra madre, que ya reina con Cristo para siempre, y nosotros sus hijos nos alegramos de su triunfo y nos sentimos especialmente contentos y alegres por ella.
Pero nuestra alegría no es solo por solidaridad con nuestra madre y como homenaje a ella, nuestra alegría se funda en que su glorificación por parte de Dios, es «anticipo y anuncio» de la gloria que nos espera a todos los redimidos por Cristo, si somos capaces de recorrer esta vida como peregrinos que saben que su verdadero destino no es este mundo, sino la vida eterna.
María es la «primicia» de los redimidos por Cristo, el fruto más espléndido y granado de la redención de Cristo, que hemos escuchado en la segunda lectura que hemos proclamado.
Lo que en ella ha sucedido, es lo que debe suceder en nosotros, donde ella está estaremos nosotros y el destino suyo es el destino de cuantos hemos sido redimidos por la muerte y la resurrección de Cristo.
+ Gerardo
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