Hoy 24 de noviembre, último domingo del año litúrgico, celebramos la festividad de Jesucristo, Rey del universo.
Siempre que hablamos de rey, de reino, de reinado, la imaginación y el pensamiento nos trasladan a una realidad que nos habla de grandeza, de servidumbre, de siervos y señores.
Al hablar y celebrar a Jesucristo rey, estamos celebrando y honrando a un rey totalmente distinto y hablamos de un reinado que no tiene nada que ver con los reinados terrenos.
El reino y el reinado de Cristo es un reino y un reinado desde la cruz, auténtico trono desde el que Cristo se ofrece por amor a los hombres y les obtiene la victoria sobre la muerte y el pecado, y nos merece la salvación.
Se trata de un reino fundamentado, no en la fuerza, sino en la debilidad; reconciliando la tierra con el cielo, a Dios con los hombres, por medio de la sangre de Cristo derramada por la salvación del mundo.
Así se constituye Cristo en rey del universo, entregando su vida por la salvación de todos los hombres. Como decía san Pedro: «Hemos sido rescatados, no a precio de plata ni de oro, sino a precio de la sangre derramada de nuestro Señor Jesucristo» (1 Pe 1, 18). Así, Cristo se convierte en nuestro rey entregando su vida por nosotros.
Ante una realidad así tenemos que preguntarnos cada uno de nosotros: ¿queremos que Cristo sea nuestro rey?
La respuesta no sirve darla de memoria, sino desde la responsabilidad, siendo conscientes de lo que supone admitir a Cristo como nuestro rey.
Dejemos que Cristo sea nuestro rey haciendo de nuestra vida un verdadero homenaje de entrega, de servicio
Que Cristo sea nuestro rey quiere decir que estamos dispuestos a darle el puesto de honor que le corresponde, el primer puesto en nuestra vida, como a nuestro único Dios y Señor al que adoramos y servimos.
Que Cristo sea nuestro rey debe llevarnos a preguntarnos y responder a esta pregunta: ¿es Cristo en la práctica y en nuestra vida, nuestro verdadero rey, o hay otras cosas que reinan en nosotros mucho más que Cristo?
Admitir a Cristo como nuestro rey pide de nosotros que le dejemos entrar de verdad en nuestra vida y nuestra existencia, que dejemos que él nos trasforme y nos convierta en verdaderos seguidores suyos, que nos tomemos en serio nuestra fe y tratemos de vivir de acuerdo con lo que esa fe nos pide en Él y en su mensaje.
Admitir a Cristo como nuestro rey es y supone que nos comprometamos en nuestra vida en luchar por la defensa de la verdad, de la justicia, de la vida y de la paz.
Admitir a Cristo como rey supone encarnar en nosotros las mismas actitudes que él vivió, de servicio, de amor a los demás, de entrega de nuestra vida por la salvación de los otros. Ser creadores de paz en nuestra vida y entre todos los que convivimos.
Dejemos que Cristo sea realmente nuestro rey porque reina en nuestra vida y nos convierte, no en vasallos, sino en hijos de Dios
Dejemos que Cristo sea nuestro rey haciendo de nuestra vida un verdadero homenaje de entrega, de servicio y de encarnación de sus mismas actitudes. Y, siendo testigos de ellas en medio de nuestro mundo, para que también pueda reinar en todos aquellos que aún no lo admiten en su vida, o porque no lo conocen o porque les parece demasiado exigente su mensaje.
Que nuestra vida sea una auténtica proclamación de Cristo como rey del universo y como rey de cada uno de nosotros desde nuestra vida auténtica como sus seguidores y discípulos.
Confesar a Cristo como nuestro rey supone dar la importancia que debemos a su persona y a su mensaje, de tal manera que no tengamos otro rey a quien servir ni otro Dios a quien adorar, sino solo a Él, que es nuestro verdadero y único Dios que da sentido a nuestra vida y nos ama hasta entregar su vida por nuestra salvación.
Dejemos que Cristo sea realmente nuestro rey porque reina en nuestra vida y nos convierte, no en vasallos suyos, sino en hijos de Dios y hermanos entre nosotros.
+ Gerardo
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