Jesús ha terminado la carta magna del Evangelio que son las Bienaventuranzas, y continua enseñando a los que le siguen y diciéndoles cómo se deben distinguir de todos los demás. Son palabras que precisamente les dirige a quienes están a su lado: sus apóstoles y los discípulos que le seguían escuchando.
Son palabras muy claras, que explican y concretan el mandamiento nuevo del amor que él nos dio, de tal manera que si en nuestra vida no nos esforzamos una y otra vez para cumplirlas y hacerlas realidad en nuestra conducta y en nuestra actuación, no estamos cumpliendo su mandamiento nuevo y su mensaje, que Él ha venido a implantar en el mundo.
Este es uno de los pasajes del evangelio más conocidos, pero tal vez menos practicados, o al menos uno de los que más cuesta aceptar y vivir realmente en la relación con los demás.
Hay muchos cristianos que, cuando leen este pasaje, piensan que es una manera de hablar, una especie de hipérbole que hay que rebajar, no terminan de creerse que Jesús no quería decir exactamente lo que dice.
Esta manera de pensar es del todo errónea. Cristo dijo lo que dijo y lo dijo para todos los que tratamos de seguirle en nuestra vida. Es la enseña y señal más clara de que seguimos a Jesús, si el amor lo hacemos realidad en los demás en el grado y en la exigencia que Cristo nos pide.
Muchas veces nos parece que lo que Cristo expresa en este pasaje del evangelio es algo que tenemos que rebajar, porque estamos haciendo un cristianismo y un seguimiento de Jesús a nuestra medida, rebajando aquello que nos parece demasiado exigente para que no parezca tan fuerte.
No es verdad que podamos rebajar nada. Las palabras de Cristo hemos de tratar de vivirlas tal y como él las dice y con la exigencia con la que él las dice, precisamente porque al final del texto hay una frase que es muy clara: «La medida con que os midiereis se os medirá a vosotros».
Cada frase del texto no tiene desperdicio y marca claramente cómo debe ser nuestra conducta
Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os injurian.
Una frase que se entiende perfectamente, pero que nos resulta difícil de vivir, pero que el Señor remacha claramente cuando en el mismo texto vuelve a decir: «Pues, si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis bien solo a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores hacen lo mismo».
Lo que nos distingue de los que no creen es precisamente que amamos a los que no nos aman, y hacemos bien a los que no nos hacen bien a nosotros. Porque amar a los que nos aman y hacer el bien a los que nos hacen el bien a nosotros es lo que hacen todos sin ser seguidores de Jesús.
Dios es bueno con todos, también con los malvados y desagradecidos, así tenemos que actuar nosotros también
Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la capa, déjale también la túnica. A quien te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames.
A esto inconscientemente nos resistimos, nos parece de tontos. Lo lógico es que, si uno te pega, te defiendas; si uno te quita lo tuyo, se lo reclames.
Pero ese no es el estilo de vida que Jesús pide a sus seguidores. Su estilo, y en lo que conocerán los demás que somos discípulos de Cristo, es que seamos capaces de olvidar, de perdonar, de hacer borrón y cuenta nueva con los que nos ofenden, con los que no nos quieren.
Si la señal de cristiano es el amor. Si el mandamiento nuevo consiste en amarnos unos a otros como Él nos ha amado, el amor se concreta en el perdón, en olvidar y perdonar las ofensas porque, donde no hay perdón, no hay amor.
El amor se concreta en el perdón, en olvidar y perdonar las ofensas
«Tratad a los demás como queréis que ellos os traten». Esta debe ser la norma principal de nuestra conducta. Si queremos que los demás nos comprendan, nosotros debemos comprenderlos a ellos; si queremos que los demás nos amen, tenemos que amarlos; si queremos que los demás nos perdonen, tenemos que perdonarlos; si queremos que los demás no nos juzguen, hemos de no juzgarlos nosotros a ellos.
Cristo nos pone a Dios como modelo a quien imitar y nos dice: «Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada; será grande vuestra recompensa y seréis hijos del Altísimo, porque él es bueno con los malvados y desagradecidos».
Dios es bueno con todos, también con los malvados y desagradecidos, así tenemos que actuar nosotros también. Solo cuando lo hagamos seremos de verdad hijos del Altísimo.
Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo; no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará.
Ser compasivos es compadecerse de los fallos, los pecados y las debilidades de los demás, como Dios hace con nosotros, que nos perdona, se compadece de nosotros cuando nosotros le pedimos perdón de nuestros pecados.
No juzgar a los demás es no juzgar, no es juzgar a todo el que se nos presente y condenarlo sin compasión alguna, porque decimos que se lo merece, o porque nos cae mal, o porque nos ha hecho lo que sea que no nos ha gustado, o porque somos así. Lo que Cristo ha querido decirnos cuando habla de ser compasivos, de no juzgar, de perdonar, de dar, es eso, y sin rebajas.
La generosidad con los demás debe llevarnos a saberlos perdonar, a dar de lo nuestro porque solo así se hará lo mismo con nosotros.
El pasaje del sermón de la montaña no tiene desperdicio, ni permite rebajas. Hemos de tratar de vivirlo, aunque no lo consigamos a la primera intención, será cuestión de intentarlo, e ir poco a poco, pero avanzando para que sea una realidad en nuestra vida.
+ Gerardo
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