Jesús, en este domingo, nos habla de una de las parábolas de la misericordia más conocidas por todos: la del hijo que se va de casa y el padre bueno que lo espera y lo recibe con los brazos abiertos.
Jesús se hace presente entre nosotros para transmitirnos a los seres humanos la verdad principal de Dios: su identidad de Padre bueno y misericordiosa que es capaz de compadecerse de los pobres y pecadores y de ofrecerles siempre su amistad y su amor.
Esta verdad fundamental es la que Cristo quiere explicar a los hombres por medio de todas las parábolas de la misericordia en las que nos ofrece un Dios cercano, lleno de amor hacia el pecador, que no renuncia a llamar y acompañar al pecador, por muy pecador que sea. Esta misma enseñanza es la que quiere expresarnos con sus actitudes hacia los pecadores: «¿ninguno te ha condenado?». Ella contestó: «Ninguno, Señor». Jesús dijo: «Tampoco yo te condeno» (Jn 8, 10-11); «No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Lc 5, 32); «Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse» (Lc 15, 7). Llama a su discipulado a pecadores públicos San Mateo que era recaudado de impuestos(Cfr. Mt 9, 9-13).
Jesús, por tanto, lo mismo con su mensaje que sus actitudes personales no va a hacer sino transmitir la verdadera identidad de Dios, un Dios que no es un Dios lejano sino cercano, un Dios que no es un ser vengativo sino un padre que es capaz de compadecerse de los pecadores y acogerles en su vida.
Este es también el mensaje central de esta parábola del padre bueno y el hijo que se va de casa. Es una radiografía de lo que es el pecado; de la actitud del pecador cuando cae en la cuenta de su pecado; y la actitud permanente de Dios con respecto al pecador.
Jesús se hace presente entre nosotros para transmitirnos a los seres humanos la verdad principal de Dios: su identidad de Padre bueno
a. Nos hace una radiografía de lo que es la tentación y el pecado. El hombre cuando peca siente la tentación de ir por otro camino distinto del que Dios le marca, pensando que va a ser mucho más feliz. Cuando se va, experimenta la más terrible de las soledades y lo que soñaba como felicidad es una total pena y desgracia, hasta el punto que siente en su corazón y en su vida lo que ha dejado: la gracia de Dios que la ha cambiado por unos minutos de placer o egoísmo. Entonces empieza a soñar lo bien que estaba antes y se da cuenta de que ha caído en desgracia y se siente muy mal.
b. Cuando cae en la cuenta de lo que ha hecho, entonces comienza en su corazón la necesidad de volver al buen camino, de dejar eso que le ha atraído tanto y volver a la casa paterna, a lo que tenía cuando estaba viviendo por el camino de Dios. Entonces comienza en su corazón un movimiento de arrepentimiento, de cambiar de vida, de volver a lo que Dios le pide: «Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré:...» (Lc 15, 18). Es es lo mismo que siente el pecador cuando se arrepiente de su pecado y se dice a sí mismo: «no puedo seguir así, tengo que ir y confesarme y retomar la vida que he abandonado de cercanía y de la valoración de Dios».
Por muchos que fueran nuestros pecados, es mucho más grande la misericordia de Dios con nosotros
c. La acogida y el abrazo de Dios que se alegra y manda preparar una fiesta y acoge al hijo que estaba perdido porque lo ha encontrado. Es esta la actitud permanente de Dios con nosotros: está con los brazos abiertos esperando que nos acerquemos; está continuamente pensando en nuestra vuelta para darnos su abrazo de amor, de cariño, de perdón y de paz.
Dios nos espera, llama cada día y en cada momento a las puertas de nuestra vida para que abramos y le dejemos entrar para ofrecernos su perdón. Por muchos que fueran nuestros pecados, es mucho más grande la misericordia de Dios con nosotros.
Acerquémonos, pues, a este Dios que nos quiere y nos perdona a pesar de que nosotros, tantas veces, le tengamos olvidado.
+ Gerardo
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