Queridos diocesanos:
Nos encontramos en un momento de nuestra historia en el que estamos escuchando diversas voces que gritan a nuestros oídos y a nuestra conciencia mensajes tantas veces contradictorios, que nos hacen estar continuamente en vela para saber hacer un discernimiento, y poder decidirnos acertadamente por las que están de acuerdo con nuestros principios más profundos y personales y con las creencias más arraigadas en nosotros.
Voces que gritan mensajes materialistas, que ponen en lo material el mayor, e incluso el único, de los valores por los que luchar; modelos existenciales para quienes lo único, o al menos lo más importante, es lo material, tener más, el enriquecimiento fácil, aunque sea a costa de lo que sea.
Voces que tratan de orientar nuestra vida hacia el más radical de los individualismos y de los egoísmos.
Nos aturden las voces de un mundo sin Dios, que infravalora y desprecia todo cuanto se refiera a Dios, a la fe, a la trascendencia, a la otra vida, etc.
Voces que embotan nuestra mente y nuestra vida con la llamada al placer, a pasarlo bien a costa de lo que sea, incluso a pasar por encima de todos los demás valores, a pasar por encima de los derechos y el respeto que debemos a los demás, con tal de que nosotros logremos nuestra comodidad, unos pocos momentos de felicidad, de placer, aunque luego el vacío que deja en nuestro corazón sea mucho mayor que la felicidad y el placer del que hemos disfrutado.
Voces y voces, gritos y gritos que se han empeñado en hacer olvidar al hombre su origen y su destino; hacer olvidar al ser humano que viene de Dios que le ha creado, le ha redimido y sigue ofreciéndole su amor, a pesar de sus infidelidades y pecados.
Pero junto a estas voces procedentes de un mundo y de una sociedad indiferente a Dios y a la fe en Él, recibimos también, aunque sea en medio de la espesura de un bosque mundano que las reduce y las hace sonar con menos potencia e intensidad, las voces que nos vienen del Evangelio, la voz del que grita en el desierto: «Preparad el camino al Señor» (Mc 1, 1–2); la voz que nos llega de la Iglesia que nos llama a dejar entrar a Dios en nuestra vida personal, familiar y social.
Es la voz de tantos mártires actuales que defienden su fe frente a quienes quieren acallarla o llevarlos por otros caminos, que gritan al corazón del hombre al que solo el encuentro con Jesús les ha dado sentido a su vida y no están dispuestos a renunciar a Él por nada ni por nadie.
Es la voz de tantos cristianos actuales, silenciosos, que, junto a nosotros, gritan con su testimonio de vida que su fe en Cristo es lo más importante para ellos.
Es el grito de todas esas personas que luchan por la defensa de la vida, por la justicia en medo de un mundo injusto, por la honradez en medio de un mundo de trapicheos, por la autenticidad en medio de un mundo de corrupción.
Todo este cúmulo de gritos que percibimos de un lado y de otro, que provienen de las más variadas situaciones de la vida, nos hacen a nosotros como cristianos una llamada a discernir dónde estamos nosotros y dónde queremos estar. Si queremos vivir una Navidad tan pagana como la vive gran parte de nuestro mundo, o queremos obedecer la voz de quien nos invita a preparar el camino al Señor que quiere venir a nosotros. Si queremos que Dios nazca en nuestro corazón o siga siendo el gran ausente de nuestra vida, porque nuestro corazón está lleno de otras cosas que no dejan cabida a Dios ni a nuestra fe en Él.
+ Gerardo
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