Celebramos en este domingo el Día del Misionero Diocesano.
Han pasado más de 20 siglos desde que Jesús encomienda a la Iglesia la misión de ir por el mundo y anunciar el evangelio a todos los pueblos: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado» (Mt 28, 19-20). Dicha misión, después de tanto tiempo, se encuentra en los comienzos, advertía Juan Pablo II
Esta sigue siendo hoy la misión de la Iglesia, una misión que hoy le exige ser una Iglesia de puertas abiertas, para poder salir fuera de ella a buscar, en las periferias existenciales, a aquellos que no conocen a Cristo, o se han olvidado de él, o han reducido su fe a una vivencia que no molesta a nadie, pero que no llama la atención tampoco a nadie; una Iglesia de puertas abiertas para saber recibir a aquellos que han recibido la gracia de la conversión.
El evangelio y la vinculación a Cristo es la fuerza de donde brota la fuerza que el evangelizador necesita para vivir como discípulo de Cristo y llevar el mensaje salvador al corazón del mundo, convirtiéndose en portador de la alegría del evangelio.
La vida entregada de nuestros misioneros diocesanos es una vida llena de alegría y de esperanza, porque viven la experiencia de salir de sí mismos, venciendo la tentación del individualismo y del egoísmo, que promueve la indiferencia y les hace incapaces para compadecerse de los clamores de los demás; para dedicar su vida por entero a la vivencia y al anuncio del evangelio a quienes más pueden necesitarlo.
Todos los bautizados hemos recibido esta misión de llevar con valentía el mensaje salvador de Cristo y la luz del Evangelio a todos las periferias existenciales que lo necesitan; y todos y cada uno de los bautizados debemos sentirnos responsables de la evangelización de nuestro mundo y del anuncio del evangelio en todos los hombres y mujeres de todos los tiempos, y por lo mismo, nosotros de los hombres y mujeres de nuestro momento actual.
La celebración del “día del misionero diocesano” debe concienciarnos de que todos, por el hecho de estar bautizados, somos responsables de la evangelización del mundo, estemos donde estemos.
Todos estamos llamados a ser misioneros donde quiera que nos encontremos. Necesitamos implicarnos todos, estemos donde estemos y vivamos donde vivamos; los que van a tierras lejanas a dar a conocer a Cristo y su Evangelio y nosotros que vivimos en nuestra patria, en nuestra ciudad, en nuestro pueblo, en nuestra familia.
Hoy, junto a nosotros, hay tantas personas indiferentes a todo lo que suene a Evangelio o a Jesús; personas que no conocen a Cristo, porque nadie les ha hablado de Él, ni con la palabra ni con el testimonio; personas que creyeron porque así se lo enseñaron sus padres y hoy no creen porque se han dejado dominar por la llamada de un mundo fácil y de placeres pasajeros.
Todos ellos están cerca de nosotros y necesitan de alguien que les anuncie a Jesucristo: en nuestras propias familias, en nuestros pueblos y ciudades, en los ambientes en los que nos movemos cada día.
Este anuncio pide de nosotros, como seguidores de Jesús, una vida realmente coherente con nuestra identidad de seguidores y discípulos suyos, que con nuestra palabra, pero sobre todo con nuestro testimonio coherente, seamos valientes testigos y portadores de Cristo y su mensaje al corazón de nuestro mundo.
Tengamos nuestra vida de cada día bien enraizada en Cristo, el evangelizador por excelencia, para que a ejemplo de María seamos portadores de su persona y su mensaje, como lo fue ella, y también como ella, podamos experimentar la alegría y el gozo en nosotros de ser testigos y portadores de Cristo y su mensaje para los demás.
+ Gerardo
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