A finales de junio terminábamos el curso 2021- 2022. Hicimos la revisión y el balance del curso y muchos comenzábamos las vacaciones merecidas después del esfuerzo y el trabajo del curso.
Y, como todo llega y todo termina, hemos acabado las vacaciones y, ya descansados, con el espíritu y la ilusión renovada, comenzamos un nuevo curso, el 2022-2023, con dos objetivos por los que luchar y tratar de conseguir: el primero, seguir en el acompañamiento a la familia en todas las etapas por las que atraviesa a través de la vida. En definitiva, acompañar a todos los que forman nuestras comunidades parroquiales y nuestra diócesis: niños, jóvenes, novios, matrimonios, padres, abuelos y personas mayores.
Si nos quedamos en lo de siempre, nos sentiremos una vez más defraudados
Precisamente, sobre la concreción de estas primeras etapas del acompañamiento, hemos centrado la programación diocesana. Hemos ofrecido unos objetivos, unas acciones y unos medios concretos para intentar poner en marcha e iniciarlos donde no lo estén, avanzar donde ya se haya comenzado a trabajar en nuestras parroquias, arciprestazgos y en diócesis entera.
Es necesario acompañar esas primeras etapas por las que atraviesa la familia como algo absolutamente necesario para que nuestros esfuerzos y trabajos pastorales, como agentes de pastoral que debemos ser todos los bautizados, den realmente los frutos que todos deseamos. Si nos quedamos en lo de siempre, porque nos da miedo comenzar algo nuevo, nos sentiremos una vez más defraudados y nuestro desánimo aparecerá, una vez más, en nuestra vida, porque tras mucho trabajo y esfuerzo no vemos que hayamos obtenido resultados y frutos evangelizadores en nuestra vida como agentes de evangelización.
Un segundo esfuerzo en este curso es la promoción de la pastoral vocacional al sacerdocio y la vida religiosa.
Vivimos en un ambiente social en el que las vocaciones de entrega radical a la vida sacerdotal o religiosa han ido perdiendo valoración en las familias, entre los jóvenes y en nuestras comunidades cristianas. Casi sin darnos cuenta nos han ido dominando los interés económicos, materialistas, que nos propone una sociedad como la nuestra; nuestra vida cristiana ha ido descendiendo en valoración y vivencia, y Dios y la fe han dejado paso a la indiferencia y a dejarnos llevar por los ambientes, que solo valoran lo contante y sonante, el placer y el poder.
Resultado de esta falta de valoración social de Dios, de la fe, de la generosidad y de los valores más importantes que ha inundado nuestras vidas y las vidas de nuestras familias, las vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa han ido disminuyendo radicalmente, porque no son rentables, porque suponen entrega y sacrificio. Estamos llegando a la situación de no poder tener sacerdotes que atiendan espiritual y pastoralmente nuestras comunidades.
Todos queremos tener un sacerdote en nuestro pueblo, en nuestra comunidad cristiana, que anime y acompañe nuestras necesidades espirituales, pero los sacerdotes no nacen en el campo como las hierbas, ni por generación espontánea.
Las vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa nacen en el seno de nuestras familias cristianas
Las vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa nacen en el seno de nuestras familias cristianas, como ha sido siempre, cuando en las familias se cultiva la vida cristiana y Dios es el miembro más importante de la misma; pero no nacen en las familias donde Dios es el gran ausente y olvidado, donde no se cultiva la fe en Dios entre todos los miembros.
Cuando en una familia, cristiana de nombre, pero pagana en su vida real, un miembro descubre que Dios lo llama por el camino del sacerdocio o la vida religiosa, en vez de animarlo a que responda afirmativamente y considerarlo como un gran regalo de Dios a la misma, lo viven como una desgracia y desaniman a esa persona a seguir por ese camino, aconsejándole que busque y siga otro camino más rentable, más prestigioso y de mayor valoración social.
No podemos pretender tener un sacerdote que atienda la fe y la vida cristiana de las comunidades si nosotros no nos responsabilizarnos y promovemos dicha vocación en lo que dependa de cada uno.
La vocación al sacerdocio y a la vida religiosa es una responsabilidad de todos los que formamos la Iglesia.
+ Gerardo
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