Jesús se presenta al pueblo judío como quien viene de Dios y que trae su palabra y su Espíritu, que será lo nos dará a todos la verdadera vida, si creemos en Él.
Este creer en Él significa participar de su entrega y donación a Dios hasta la muerte y la resurrección. Jesús responde a las expectativas del pueblo judío que esperaba un Mesías rey poderoso, con esta revelación de su gloria en la debilidad y la impotencia humana.
Esta forma de manifestación desconcertó a unos, a otros los decepcionó y a otros los escandalizó. De tal manera que, a partir de ese momento, muchos de los que lo habían seguido lo abandonaron, porque ellos no buscaban en Jesús este tipo de amor, sino unos intereses terrenos y personales.
Ante esta actitud de todos esos seguidores, que al no ver cumplidas en Jesús las expectativas humanas que ellos tenían, lo abandonan, Jesús se dirige a los apóstoles y les hace esa pregunta tan importante: ¿También vosotros queréis marcharos? Simón Pedro le contestó: Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tu solo tienes palabras de vida eterna: nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios (Jn 6, 68-69).
En nuestro mundo actual, en esta sociedad que nos ha tocado vivir, como ocurrió con aquellos primeros seguidores de Jesús, nos encontramos con que si Dios no cumple con las expectativas humanas que ellos tienen, abandonan y dejan de creer.
Esta realidad de entonces, y del momento actual, nos plantea una cuestión que no podemos eludir plantearnos todos y cada uno de los creyentes en Jesús, y es preguntarnos cómo está siendo nuestra fe, si nuestra fe es una fe viva y con todas las consecuencias o es una fe de conveniencia. Hemos de preguntarnos si nuestra fe es una apuesta real y plena por el mensaje y la persona de Jesús, o es una fe condicionada a que la respuesta de Dios coincida con nuestras expectativas humanas y, cuando no coinciden, entonces abandonamos o, al menos, dudamos.
El Señor va en nuestra misma barca y nos acompaña y le interesan nuestras cosas, nuestras alegrías y nuestros problemas, no es ajeno a nada de lo que vivimos
La fe auténtica consiste en fiarnos de Dios en todos los momentos de la vida: cuando las cosas nos van bien y cuando las cosas nos resultan más difíciles y cuesta arriba en los momentos fáciles y en los otros más difíciles que también los hay, saber que en todos los momentos Dios sigue a nuestro lado.
Jesús se lo hizo entender esto claramente a los discípulos, cuando Él estaba recostado a popa de la barca en la que navegaban y, ellos, ante la dificultad, el miedo, el aturdimiento por la fiereza del agua y del viento, que producían aquellas olas, «se acercaron y lo despertaron gritándole: «¡Señor, sálvanos, que perecemos!». Él les dice: «¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe?» (Mt 8, 25-26a).
El Señor va en nuestra misma barca y nos acompaña y le interesan nuestras cosas, nuestras alegrías y nuestros problemas, no es ajeno a nada de lo que vivimos, y nos concede aquello que es lo mejor para nosotros. Por eso tenemos que fiarnos de Él. Solo Él tiene palabras de vida eterna.
Nosotros queremos ser fieles y seguidores de Cristo, como lo fueron los doce que siguieron de verdad a Cristo, porque se fiaron de Él y sabían que solo Él tenía palabras de vida eterna
Fiarnos de Él es aceptar su palabra, meterla en nuestro corazón y vivirla en nuestra vida, es confiar en que, aunque no sepamos cómo nos va a ayudar en un momento determinado por el que estamos pasando, el siempre va hacer lo mejor para nosotros, porque la amistad con el amigo Jesús nunca defrauda, aunque no coincida con nuestras expectativas humanas.
Nosotros queremos ser fieles y seguidores de Cristo, como lo fueron los doce que siguieron de verdad a Cristo, porque se fiaron de Él y sabían que solo Él tenía palabras de vida eterna, porque Él era la Palabra del Padre que siempre se cumple.
+ Gerardo Melgar Viciosa
Obispo Prior de Ciudad Real
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