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El culto viciado y vacío no salva
domingo, 21 de agosto de 2016
Elementos relacionados
Por
Juan Sánchez Trujillo
En aquel tiempo, Jesús, de camino hacia Jerusalén, recorría ciudades y aldeas enseñando.
Uno le preguntó: Señor, ¿serán pocos los que se salven? Jesús les dijo: Esforzaos en entrar por la puerta estrecha. Os digo que muchos intentarán entrar y no podrán. Cuando el amo de la casa se levante y cierre la puerta, os quedaréis fuera y llamaréis a la puerta, diciendo: Señor, ábrenos; y él os replicará: No sé quiénes sois.
Entonces comenzaréis a decir. Hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado en nuestras plazas. Pero él os replicará: No sé quiénes sois. Alejaos de mí, malvados. Entonces será el llanto y el rechinar de dientes, cuando veáis a Abrahán, Isaac: y Jacob y a todos los profetas en el reino de Dios, y vosotros os veáis echados fuera. Y vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur, y se sentarán a la mesa en el reino de Dios.
Mirad: hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos. Lucas 13, 22-30
Si comparamos la ética profesional, económica, sexual… de quienes se profesan creyentes y la de los que se declaran increyentes o ateos. Si analizamos la conducta que observan los cristianos “practicantes” y los “no practicantes”: los valores, los criterios, las actitudes de niños bautizados y no bautizados, de adolescentes que comulgan y que no comulgan, de jóvenes que han recibido el sacramento de la confirmación y de los que no lo han recibido, de parejas casadas por la Iglesia y de parejas casadas por lo civil o parejas de hecho. Si medimos el impacto, el peso psicológico y social que la práctica religiosa produce en las personas y en la sociedad..., podemos llegar a la conclusión de que da lo mismo creer que no creer, rezar que no rezar, ir a misa que no ir a misa ; o a pensar incluso que son más honestos, menos irrespetuosos con lo religioso los que se abstienen de dichas prácticas religiosas que los que, rechazados por su inanidad religiosa, aducen como aval propio el sólo “hemos comido y bebido contigo y tú has enseñado en nuestras plazas”
Por concretarnos en un caso frecuente: La misa del domingo, por ejemplo, debe ser una llamada permanente de atención. Nuestra asistencia no puede justificarse por el cumplimiento rutinario del precepto dominical. El motivo no puede ser otro que la voluntad de Cristo, que exige de nosotros algo más que la mera presencia. Nos exige participar, comprendiendo, valorando, esforzándonos por descubrir la relación entre lo que vivimos y lo que celebramos. De no ser así, perpetramos un golpe bajo, una desvirtuación, una vanalización, un descrédito… tanto del mismo Sacramento eucarístico como del receptor sacramental.
Y es que la incoherencia vital con relación a las realidades cultuales, la injusticia y falta de caridad, el escaso o nulo comportamiento ético, el desmentir en la vida y con la vida lo que practicamos en las celebraciones religiosas… vician totalmente el culto y lo vacían de contenido transformando lo sacro en execración, los dones en burla, las fiestas en carga para Dios. Incluso los actos más personales, las manos ritualmente extendidas, las plegarias mecánicas y rutinarias… resultan profanación; y Dios, en vez de recibir esos falsos homenajes, denuncia su falsedad de cara a conseguir la salvación por el arrepentimiento, haciéndose garante de la justicia y caridad entre los hombres y desaprobando todo culto encubridor de injusticia y mero tranquilizador de conciencias no conversas. Y todo para que no se diga de los hombres religiosos que “este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí”…
Que los que a menudo nos reunimos para comer y beber a la mesa del Señor, nos esforcemos en entrar por la puerta estrecha, y, reconocidos y no negados por el Señor seamos admitidos en el banquete del reino glorioso.
Identidad cristiana descafeinada
Por
Juan Sánchez Trujillo
En aquel tiempo, Jesús, de camino hacia Jerusalén, recorría ciudades y aldeas enseñando. Uno le preguntó: Señor, ¿serán pocos los que se salven?
Jesús les dijo: Esforzaos en entrar por la puerta estrecha. Os digo que muchos intentarán entrar y no podrán. Cuando el amo de la casa se levante y cierre la puerta, os quedaréis fuera y llamaréis a la puerta, diciendo: Señor, ábrenos; y él os replicará: No sé quiénes sois.
Entonces comenzaréis a decir. Hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado en nuestras plazas.
Pero él os replicará: No sé quiénes sois. Alejaos de mí, malvados.
Entonces será el llanto y el rechinar de dientes, cuando veáis a Abrahán, Isaac: y Jacob y a todos los profetas en el reino de Dios, y vosotros os veáis echados fuera. Y vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur, y se sentarán a la mesa en el reino de Dios.
Mirad: hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos. Lucas 13, 22-30
Entre nosotros no bautizar a los hijos es una excepción escandalosa. Es llamativo también el que encontremos a un niño sin haber hecho la primera comunión. Son asimismo muchos los adolescentes y jóvenes que optan por confirmarse. Son contadas todavía las parejas que no se casan por la Iglesia. Contamos todavía con cura que nos digan al menos la misa dominical.
Pero todo esto, toda esta práctica sacramental, está en nuestra sociedad “católica” tan alcance de la mano, supone tan poco riesgo y esfuerzo, implica tan poca contestación social, connota tan poca persecución exterior, desencadena tan poca conversión, conlleva tan poca subversión de valores, induce a tan poca denuncia profética... , que, a la vista de las débiles diferencias entre practicantes y no practicantes, es prudente que temamos el darnos con las narices en las puertas del Reino al escuchar desde fuera un “no sé quiénes sois. Alejaos, malditos”. Y si, porque la misericordia de Dios es eterna, no llegamos a ese extremo, es cierto que la mayoría de las veces no degustamos en el tiempo el placer de la salvación y el banquete del amor de Dios y a los hermanos.
Y es que no son suficientes las pertenencias institucionales, las prácticas exteriores, los meros “ex opere operato”, para experimentar y proclamar la salvación celebrada. El descrédito a que han llegado nuestros Sacramentos en la valoración de muchos jóvenes, obreros e intelectuales ; la poca credibilidad o peso que supone nuestra pertenencia a la Iglesia de Cristo ; el común comportarse de comulgantes y no comulgantes ( apego al dinero, rechazo sistemático de la cruz, despreocupación por los pobres... ), todo esto cuestiona hasta el extremo la actividad sacramental de la Iglesia y exige, para no ser infiel a Cristo, un cambio profundo de estrategia pastoral. Lo contrario de otros siglos, en que la Iglesia bautizaba a convertidos mientras que ahora tiene que convertir a bautizados.
Precisamente es éste un problema de extremada magnitud en cuya solución el cristiano se juega su propia identidad, y del que se hizo muy consciente la Iglesia española en su primer Congreso de Evangelización. Y no es que se pretenda exigir los máximos y hacer así una Iglesia elitista de perfectos. Pero sí se impone, por fidelidad a Jesús y credibilidad propia, una mayor significancia social, una más radical coherencia con la cruz y el amor evangélicos ; y no caer, por un afán de número o de inercia secular en dulcificación de exigencias, en concesiones benévolas, en componendas equívocas, en descafeinaciones del fermento transformador del Evangelio.
Porque así “ni Dios” conocería nuestra identidad.
Necesitamos una cura de adelgazamiento
Por
Miguel Esparza Fernández
"En aquel tiempo, Jesús, de camino hacia Jerusalén, recorría ciudades y aldeas enseñando. Uno le preguntó: Señor, ¿serán muchos los que se salven? Jesús les dijo: Esforzaos en entrar por la puerta estrecha,. Os digo que muchos intentarán entrar y no podrán. Cuando el amo de la casa se levante y cierre la puerta, os quedaréis fuera y llamaréis a la puerta diciendo: "Señor, ábrenos", y él os replicará: "No sé quiénes sois". Entonces, comenzaréis a decir: "Hemos comido y bebido contigo y tú has enseñado en nuestras plazas". Pero él os replicará: "No sé quiénes sois"...(Lc 13,22-30)
Nuestra educación y las condiciones en que nos movemos, dificultan la comprensión del mensaje evangélico cuando este nos pone delante de las exigencias que comporta. Nos pasa como a aquellos que, al oír a Jesús, en cierta ocasión, reaccionaron tachando de duras sus palabras, y hasta de inaceptables. "Duro es este mensaje, ¿quién puede aceptarlo?" Otras veces, también nosotros nos alejamos de Jesús por no estar dispuestos a seguir su mensaje exigente. Como el joven que "se alejó, porque era muy rico". O, como les sucedió a los mismos apóstoles, continuamos junto a Jesús, pero sin captar del todo su mensaje, y, por consiguiente, sin llevarlo a la práctica con todas sus consecuencias. "¿Tanto tiempo con vosotros y aún no me conoces?"
No sé en cuál de esos grupos te encontrarás tú. Ni sé cuál es tu reacción al leer las palabras que hoy nos propone Jesús en el Evangelio: "Esforzaos por entrar por la puerta estrecha". Déjame que suponga que, al menos, tienes interés por descubrir el significado de esta invitación. Dicho muy sencillamente, Jesús nos está diciendo que existe una única manera de identificarse con Él y de participar de su salvación. Y esa manera es "estrecha". O sea, no fácil. Es decir, exigente. O, lo que es lo mismo, equivalente a una actitud de esfuerzo, de lucha, de trabajo serio.
Nadie puede llegar a Jesús y aceptar su propuesta de vida sin que se tome en serio las cosas. Y Jesús no habla de modificar la puerta. Esta es como es y así va a seguir siendo. Lo que tiene que cambiar, si es necesario, es nuestro volumen. Es decir, no está nuestro trabajo en tratar de agrandar la puerta, sino en procurar achicarnos a nosotros mismos. Sin duda, este es el mensaje: nos sobra mucho. Y hemos de procurar eliminarlo de cada una de nuestras vidas. Nos sobra orgullo, nos sobra comodidad, nos sobra envidia, nos sobra avaricia, nos sobra sensualidad... tantas cosas. Mientras no las eliminemos, no cabremos por la puerta y no podremos pasar por ella.
Cuanto más pequeños seamos, mejor pasaremos por la puerta de la salvación. Se nos insiste aquí en un tema muy querido por el Evangelio: el Reino de Dios es para los pequeños. Porque no tienen los adherencias que se nos han pegado, con el tiempo, a los mayores. Y porque, por eso mismo, no se apoyan en sí mismos, sino que son capaces (porque lo necesitan) de buscar la seguridad en los otros. Sólo el pequeño necesita de su padre. Sólo el pequeño agradece lo que se le regala. Sólo el pequeño confía alegre en el que es mayor que él. Sólo el pequeño se abre gozoso a la salvación que le viene de Dios. Sólo el pequeño sabe que no tiene en sí mismo la explicación y la seguridad de su vida.
Pidamos al Señor que nos haga pequeños, necesitados... y que sepamos luchar por prescindir de todo aquello que nos sobra.
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