En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él
Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: Señor, ¡qué bien se está aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo. Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto. Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: Levantaos, no temáis. Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo. Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos. Mt 17 1-9
Sin una mística que nos mantenga en pie en épocas de crisis. Sin una teoría que censure y estimule nuestra praxis. Sin una meta que incite a los pies rotos a seguir andando. Sin un “para qué” total de todos nuestros objetivos de cercano y mediano alcance. Sin un sueldo y recompensa que compense los trabajos duros. Sin una imagen positiva de nosotros mismos que soporte y relativice las devaluaciones y desprecios que sufrimos de nosotros mismos y de los demás. Sin un “ciento por uno” que incentive y motive la negación de nosotros mismos y la asunción de las cruces propias y ajenas. Sin un niño por nacer que dé sentido a los dolores de gestación y de parto. Sin una vida eterna que incentive, revalorice y plenifique nuestros tiempos. Sin un Dios que ultime y colme al hombre. Sin una tierra prometida que compense con creces la salida de la propia tierra y de la casa paterna. Sin el augurio creído de una bendición universal para todas las familias del mundo. Sin un Cristo transfigurado, con “vestidos de un blanco deslumbrador” que nos transparente el “por qué” y el “para qué” de un mesías crucificado y desfigurado, “sin figura, sin belleza, sin aspecto atrayente... ante el cual se ocultan los rostros”... Sin una Pascua futura tras la cual el silencio impuesto a la visión del Tabor se convierta en parressía y proclamación universal…
... es mucho, es demasiado, es más que mucho, pedirnos a los hombres que tomemos a nuestro hijo único, al que tanto queremos, y que lo llevemos al monte Moria y que allí lo ofrezcamos en sacrificio. Es mucho, es demasiado, es más que mucho que uno que no sea Dios nos pida que nos neguemos a nosotros mismos, que carguemos con nuestras cruces y que le sigamos hasta donde Él llegue. Es mucho, es demasiado, es más que mucho pedirles a los humanos que nos hagamos cuerdos con la locura de la cruz y fuertes con su debilidad...
Y, sin embargo, “el que no perdonó a su propio Hijo sino que lo entregó a la muerte por nosotros”, es el mismo que, con una voz salida Dios, nos lo presenta transfigurado y glorioso, a modo de resurrección anticipada y estimulante : “Éste es mi Hijo, el amado, el predilecto. Escuchadle”, dando tirón y sentido a los claroscuros de nuestras vidas humanas convocadas, desde el Tabor y el Calvario, a nuestra más total y radical transfiguración que ni ojo vio y oído humano escuchó.
¡De cuánto reposo y de cuántas horas de visión seductora, de cuál y cuánta estimulante contemplación de Cristo estamos necesitados todos nosotros! Para que no nos tire para atrás el triple anuncio de nuestra pasión y muerte personal y comunitaria. Para que, parecidos a Él en su cruz y en su gloria, hagamos aparecer ante el mundo a “nuestro Salvador Jesucristo que destruyó la muerte y sacó a la luz la vida”… Así , sólo así podremos tomar parte, con fidelidad, credibilidad y eficacia, en los duros trabajos del Evangelio.
Juan Sánchez Trujillo
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