En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: Nadie puede estar al servicio de dos amos. Porque despreciará a uno y querrá al otro; o, al contrario, se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero. Por eso os digo: No estéis agobiados por la vida, pensando qué vais a comer o beber, ni por el cuerpo, pensando con qué os vais a vestir. ¿No vale más la vida que el alimento, y el cuerpo que el vestido? Mirad a los pájaros: ni siembran, ni siegan, ni almacenan y, sin embargo, vuestro Padre celestial los alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellos? ¿Quién de vosotros, a fuerza de agobiarse, podrá añadir una hora al tiempo de su vida?
¿Por qué os agobiáis por el vestido? Fijaos cómo crecen los lirios del campo: ni trabajan ni hilan. Y os digo que ni Salomón, en todo su fasto, estaba vestido como uno de ellos. Pues, si a la hierba, que hoy está en el campo y mañana se quema en el horno, Dios la viste así, ¿no hará mucho más por vosotros, gente de poca fe? No andéis agobiados, pensando qué vais a comer, o qué vais a beber, o con qué os vais a vestir. Los gentiles se afanan por esas cosas. Ya sabe vuestro Padre del cielo que tenéis necesidad de todo eso. Sobre todo buscad el reino de Dios y su justicia; lo demás se os dará por añadidura. Por tanto, no os agobiéis por el mañana, porque el mañana traerá su propio agobio. A cada día le bastan sus disgustos.» Mateo, 6, 24-34
El estado de bienestar, al que pertenecen las sociedades avanzadas, ejerce funciones de providencia horizontal para con el hombre contemporáneo mediante sus múltiples prestaciones. Beneficiarse de dicho estado de bienestar garantiza el desarrollo de la persona y de la sociedad. Ser, en cambio, excluidos de él o no llegar a los mínimos de utilización de sus servicios, se convierte en fuente de frustración y desnutrición personales y sociales.
Ahora bien, cabe el peligro de cierta peligrosa alienación, cuando los hombres devienen víctimas de la organización, de la productividad y de la planificación, quedando hipotecados y presas del consumismo. Se nos hace sentir, mediante la creación de necesidades innecesarias y de lujos superfluos, que es más lo que no consumimos que lo que consumimos, que es más lo que necesitamos que lo que poseemos, llegando a crearse una conciencia colectiva de pobreza y carencia a pesar de lo mucho que se tiene y se disfruta.
De esta forma, cualquier sueldo, por muy abultado que sea, deviene insuficiente y precario, ante la avalancha de novedades de usar y tirar. Nace entonces la angustia por ganar más, en una carrera desaforada de competencia e insana emulación. Y aunque se disponga de muchos vestidos o se degusten alimentos y bebidas exquisitas, siempre son nuevos cuerpos y nuevas bocas los clientes obligados de un mayor y mejor vestuario y avituallamiento.
Y lo malo de todas esas hambres voraces de obsesivo consumo es que nos hacen insolidarios con los desnudos y hambrientos de nuestro mundo cercano y lejano, en vez de convertirnos en providencias fraternas de todos los excluidos de los estados del bienestar No sólo se nos crean nuevas y mayores inquietudes y angustias, sino que además nos hacen subdesarrollados afectivos, peligrosos sociales y esclavos del dinero convertido en la suprema aspiración de la vida.
Mas ¡cuánta paz y sosiego experimenta el hombre austero que confía en las fuerzas que Dios ha puesto en él, convirtiéndose con serenidad y calma en providencia de sí mismo y de los hermanos, sin incurrir en falsos y obsoletos providencialismos! De esta manera, buscando el reino de Dios y su justicia, hasta podemos llegar a vernos gratificados con esas otras añadiduras de menor cuantía y valor. ¡Y eso sí que es elevar la calidad de la propia vida y la de los hombres y los pueblos todos!
Por
Juan Sánchez Trujillo
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