Esta es una breve reflexión teológica sobre el Espíritu Santo del director del Instituto Diocesano de Teología, Juan Serna Cruz, publicada ya en este enlace de la web del instituto.
La característica más decisiva de la vida cristiana es atesorar una viva relación con Cristo desde la cual, y no sin cierto atrevimiento, dirigirse a Dios como Padre en el horizonte del ser y de la vida. Estas dos referencias —al Hijo y al Padre— son frecuentes en la vida de los cristianos, y relativamente fáciles de asumir. Pero, ¿qué ocurre con el Espíritu Santo? ¿Cómo acogemos al Espíritu de Jesús en nuestra experiencia de fe? Con la Pascua de Pentecostés se vuelven a poner en evidencia las dificultades de muchos cristianos con la persona del Espíritu Santo. ¿Se trata de una realidad de la que hacerse cargo solo porque Jesús nos lo dice, pero de la que no sabemos casi nada? ¿Cómo podríamos celebrar con más sentido la fiesta de Pentecostés? En estas líneas me gustaría ofrecer una reflexión teológica sencilla para responder a estas y otras preguntas sobre la persona del Espíritu Santo.
El anhelo de espiritualidad
La demanda de espiritualidad se ha vuelto una de las notas más destacadas de nuestro entorno cultural. La buscan muchas personas que viven bajo la presión de múltiples tareas que consumen todo su tiempo, o que se sienten esclavizadas a monótonas rutinas que ahogan su creatividad. Además, cada vez son más los que, agobiados por el desarrollo técnico que coloniza progresivamente el ámbito de su intimidad personal, reclaman espacios de silencio y «desconexión digital», momentos de diálogo personal y encuentros tranquilos, actividades sencillas de descanso y enriquecimiento, historias vividas que llenen de poesía la ardua tarea cotidiana a la que con frecuencia resulta difícil encontrar sentido…
Algunos llaman «espiritualidad» a esta inquietud, sin duda porque se incluye una vaga preocupación por el «espíritu» humano, un impulso por atender aquella dimensión que impide que la técnica o la rutina nos reduzca a meras reacciones frías, inmediatas y aprendidas a los estímulos de la vida. Pero, lamentablemente, esta comprensión de la espiritualidad es aún muy difusa y, sobre todo, parece desentenderse de lo principal: saber si verdaderamente hay «algo» que pueda llamarse «espíritu». En muchos movimientos, el espíritu es solo una evasión del cansancio de lo cotidiano y del agotamiento de cada jornada, o el simple anhelo de una escapada o de una reparadora huida. Bajo el nombre de «espiritualidad» se ofrecen hoy melodías tranquilas en internet, sencillos ejercicios físicos que ayudan a serenar el alma, meditaciones recargadas de buenas intenciones, suplementos de una humanidad cansada y hasta limitada.
En estas «espiritualidades» se recoge una distinción muy antigua, que se remonta hasta la primera filosofía griega: la oposición entre la «materia» y el «espíritu». También hoy se cree que las personas somos «algo más» que materia, y que no podemos contentarnos simplemente con nuestras preocupaciones «materiales»: es necesario que abramos nuestra vida a un «más allá» representado por «lo espiritual» —sinónimo de belleza, serenidad, paz profunda y comunión con el universo…
Para el cristianismo, estas y otras llamadas a la «espiritualidad» son ciertamente una experiencia aliada. Podríamos aplicar a quien se preocupa hondamente por cultivar su espíritu aquella expresión que Jesús dirigió al escriba que acudió a Él con sinceridad: «No estás lejos del Reino de Dios» (Mc 12,34). Pero al compartir esta inquietud, los cristianos hacemos dos importantes precisiones. La primera, aunque menos importante, es la siguiente: la espiritualidad no es la dimensión opuesta a la materialidad; no se puede entender la vida espiritual como una evasión de la vida cotidiana, ni se trata de dos mundos paralelos, ni de dos vivencias que tienen lógicas distintas sin trasvases entre sí. Para el cristianismo, la espiritualidad es la manera peculiar de vivir la experiencia cotidiana, con sus alegrías y sus cansancios, su intensidad y su rutina. Cualquier espiritualidad que se presente como olvido de la vida cotidiana es una alienación injustificable.
Y la segunda objeción cristiana, aunque es con todo la más importante, es la siguiente: una espiritualidad que se comprende como anhelo de sentido, de armonía, de poesía, etc., olvida que lo espiritual no es simplemente una dimensión, una atmósfera, una práctica o una clave. Para los cristianos, la espiritualidad es, ante todo, una relación personal. No hay espiritualidad sin encuentro con un «Tú» que me llama y me hace ser. La espiritualidad es llamada, es diálogo, es propuesta, es comunión. Lo que anhelamos profundamente es un «Tú» que pronuncie nuestro nombre, introduciendo en esta llamada reconocimiento y esperanza, cercanía y novedad. Así pues, la pregunta por el Espíritu Santo solo puede hacerse en clave personal.
La rica experiencia cristiana de Dios
Hablar de espiritualidad es, por tanto, plantear la cuestión de Dios. Y esta cuestión solo se puede tratar con un presupuesto previo, que es el de su grandeza y nuestra limitación, su trascendencia y la pequeñez de nuestros intentos por conocerle. Esto es lo que reconoce san Agustín: después de dedicar varios tratados, libros y sermones a la cuestión de Dios, concluye sorprendentemente diciendo que Dios mismo está más allá de nuestras palabras, de nuestros esquemas y conceptos; y sostiene: «si lo comprendes, no es Dios». Si piensas que con tus palabras has conseguido abarcarlo, o incluso domesticarlo y dejarlo bien controlado con tus riendas, eso que has dominado y que llamas «Dios» no es realmente el Dios vivo de la fe.
Esta grandeza de la realidad de Dios se refleja en la confesión de la fe cristiana: Dios es confesado, pero no controlado; es acogido, pero no dominado. Es imposible limitar a Dios a experiencias históricas, o al simple resultado de una reflexión sobre el sentido de nuestra vida o sobre la causa de nuestro mundo. Dios es todo eso (experiencia, historia, sentido, causa…) pero es también más que eso, y así lo confesamos en el Credo.
En primer lugar, Dios es el horizonte al que la humanidad de todos los tiempos ha mirado de distintas maneras como fuente y destino de la vida humana. Ya se comience por las dimensiones que engrandecen la dignidad humana, o se comience más bien por las limitaciones que recuerdan al hombre su miseria, en ambas experiencias nos sentimos lanzados a una realidad que nos llena de asombro y que al mismo tiempo proporciona protección. Aunque con diversos rostros a lo largo de la historia, Dios ha sido la común respuesta al vértigo humano, como su cumbre y como su abismo.
En segundo lugar, este Dios de lo alto y de lo profundo ha mostrado su verdadero rostro en Jesús de Nazaret, quien enseñó que Dios es un Padre conmovido de amor por sus hijos. Aquel que lo conoce todo y lo sostiene todo con sabiduría y poder tiene la voluntad de poner en cada uno nosotros su mirada de ternura. Presentándose como el Hijo de Dios, Jesús nos ha mostrado el auténtico rostro de Dios y la grandeza de nuestra vocación humana. Porque Él es el Hijo, conoce al Padre y nos lo puede dar a conocer. El amor de Dios se ha manifestado de manera insuperable en Jesús, en su mensaje, en su misión, en su entrega.
Pero Dios no se muestra solo en los cimientos del mundo como Padre o en los pasos de Cristo como Hijo. Si tuviéramos que limitarnos a estas experiencias ciertamente alcanzaríamos cierto conocimiento de Dios, pero todo sería aún demasiado «exterior», demasiado ajeno. Y lo cierto es que Dios mismo habita en el interior de nuestro ser, de modo que solo entrando en nuestra propia conciencia es como podemos encontrarlo. Citando de nuevo a san Agustín, hay que decir que Dios está en lo más íntimo de nuestra intimidad, y que es inútil que nos gastemos buscándolo fuera, cuando Él se nos manifiesta desde dentro.
Estas tres experiencias fundamentales de Dios (el Dios eterno, Jesús el Hijo de Dios, y el Dios interior) no son para los cristianos simplemente tres manifestaciones diferentes de una única realidad inabarcable, sino tres personas distintas, que dialogan sin fingimiento entre sí y que cuando se dicen «Tú» no camuflan una disimulada unidad autorreferencial, sino que entablan una verdadera relación personal, en la que nos llaman a participar. Esta es la grandeza del misterio del Dios cristiano, expresión de la trascendencia de Dios y de su superioridad sobre la limitación de nuestra mirada.
Esta comunicación triple de Dios, en el abismo del ser, en el rostro de Cristo y en la hondura de la conciencia, se acrisola en el Espíritu que nos habita y que nos muestra que no podríamos acoger a Dios si no lo hiciéramos desde dentro (Gal 4,6). Arrinconando al Espíritu en nuestro itinerario cristiano viviríamos una fe volcada en estériles búsquedas exteriores, que nos dejarían siempre vacíos. La fe en el Espíritu Santo pone interioridad a nuestra fe, nos impulsa a arraigar en la propia conciencia lo que creemos, a hacerlo vida y experiencia. Vivir la presencia interior del Espíritu nos pone en la dinámica de una relación interior con Cristo, en una existencia vivida de dentro afuera, y nos hace superar la tentación de mendigar por fuera el tesoro que debemos ser capaces de encontrar dentro.
La vida en el Espíritu
El «cristianismo interior» que inicia el Espíritu Santo en nuestra conciencia no debe confundirse con un falso intimismo o con una «espiritualidad» opuesta al compromiso que se deriva del seguimiento de Jesús. Es verdad que el Espíritu nos permite adentrarnos en la relación con Dios en circunstancias de una especial intimidad, de manera que, por el Espíritu, Dios no nos es desconocido; además, por el Espíritu, Jesús no es solo un recuerdo, sino una presencia viva y una llamada permanente. Ahora bien, esta intimidad no convierte nuestra experiencia de Dios es una emoción particularísima e incomunicable; la presencia personal del Espíritu es, al mismo tiempo, una invitación a la comunión, y mismo el Espíritu que nos habita nos permite a los cristianos reconocernos mutuamente. De este modo, el Espíritu Santo se hace fuente de comunión eclesial; cuando fue derramado en Pentecostés, impulsó a los apóstoles a anunciar valientemente el evangelio de Jesús recibiendo en la única Iglesia a multitud de pueblos que, hablando lenguas diferentes, se comprendían (Hch 2,8) y se sentían unidos (Hch 2,44). Esto significa que no hay espiritualidad sin comunión; con otras palabras, la presencia del Espíritu en el corazón no es auténtica si no lleva a una mayor confianza en la comunidad, a un vínculo más sentido con la Iglesia, animada y vivificada por el Espíritu.
Al mismo tiempo, el Espíritu suscita en nosotros una fe más experiencial, más viva y menos aprendida. Por el Espíritu «personalizamos» la fe, lo que quiere decir que nuestra respuesta a la Palabra de Dios no se limita a un conocimiento «de oídas», sino que trata de ser una expresión convencida, ardiente y fuerte. Con esta hondura personal, la nuestra es también una fe que entusiasma, una fe que contagia. El Espíritu Santo da fortaleza a los cristianos para que den testimonio del evangelio, para que no crean que los dones de Dios son un merecido premio del que disfrutar aisladamente, sino que ayuden a todos a acoger estos mismos dones.
Por consiguiente, si el Espíritu es en los cristianos intimidad y experiencia en la fe, no es menos comunión eclesial y misión evangelizadora. Éstas se convierten en señales externas de la vida que ha acogido al Espíritu. El Espíritu Santo nos permite participar de la intensidad evangelizadora de Jesús, que al comienzo de su misión, en la sinagoga de Nazaret, hace suyo el pasaje del profeta Isaías en el que está escrito: «El Espíritu del Señor está sobre mí porque me ha ungido y me ha enviado a anunciar el evangelio a los pobres, la libertad a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar libertad a los oprimidos y anunciar el año de gracia del Señor» (Lc 4,18-19; cf. Is 61,1-2). El Espíritu impulsa a los cristianos a ser en el mundo lo que el alma es el cuerpo, a vivificarlo y transformarlo según el proyecto de Dios.
Cristo que vive en mí
Cristo es evidentemente el centro de nuestra experiencia de fe. Ser cristiano consiste en descubrir que Cristo nos ha elegido (cf. Jn 15,16) y nos ha amado hasta el extremo entregándose por nosotros (Gal 2,20). De algún modo todos nos hicimos presentes en la conciencia de Cristo, que quiso asumir la humanidad para acogernos en su propio ser divino. Es el gran misterio de la encarnación, que resulta ser nuestra presencia en la humanidad de Jesús y en su entrega.
Pero la fe cristiana no consiste solo en nuestra presencia en Jesús: también consiste en la presencia de Jesús en nosotros, en una intimidad profunda que nos llena de plenitud y alegría: «vivo yo, pero es Cristo quien vive en mí» (Gal 2,20). Todos hemos experimentado esta presencia interior de los amigos y de las personas que queremos: van «dentro de nosotros», y vivimos internamente como nuestras cada una de sus propias circunstancias. Esta profunda comunión es un regalo en el que intervienen las condiciones personales, la afinidad, las experiencias compartidas y también el tiempo vivido en común.
Pues bien, esta intimidad con Cristo en la vida cristiana es fruto de la acción del Espíritu Santo. Jesús nos ha enviado su Espíritu para poder entrar también en nuestros corazones: «os enviaré al Paráclito… el Espíritu de la verdad, que os guiará a la verdad completa» (Jn 16,13). Cristo ha querido construir su amistad con nosotros enviándonos su Espíritu, por medio del cual se adentra en nuestro corazón. Todos los sacramentos manifiestan y realizan esta donación del Espíritu, que nos comunica a Cristo y que nos impulsa a confiarnos en las manos de Dios Padre. Incluso en la eucaristía, el Espíritu transforma el pan y el vino para que podamos unirnos a Cristo y a su ofrenda: al comulgar, Cristo nos une a sí y el Espíritu nos trae su presencia y construye la unidad de la Iglesia.
Muchas personas son especiales porque nos evocan a otras. Más aún, la grandeza de muchas personas consiste en remitir constantemente a otro. Solo en esta clave podemos comprender al Espíritu de Jesús. Él es así: se nos muestra mostrando a Otro; habla de sí, hablándonos de Otro; se nos sugiere sutilmente trayéndonos la presencia de Cristo que lo transforma todo.
El nombre del Espíritu
Por remitir siempre a Cristo, la presencia personal del Espíritu se nos hace siempre muy inaprensible. Algunos cristianos podrían pensar: «si yo ya hago oración a Cristo, y si ya me dirijo al Padre con las palabras que Jesús nos enseñó, ¿por qué tendría también que dirigirme al Espíritu?». Creo que esta pregunta no está bien formulada, porque en realidad el cristiano no podría hablar con Cristo en sí, ni podría por medio de Cristo dirigirse a Dios como Padre, si no tuviera ya el impulso interior del Espíritu de Jesús, que es su Don, que lo hace presente, que mueve la oración (cf. 1Cor 12,3). Por tanto, nuestra oración como discípulos a Cristo y como hijos al Padre es la mejor prueba de la presencia en nosotros del Espíritu de Jesús.
Quizás por eso el nombre más apropiado para la persona divina sea precisamente Espíritu, esto es, «viento», «soplo», que impulsa y alienta pero que no puede ser visto, ni dominado ni controlado. Muchos teólogos han buscado otros nombres más propios para el Espíritu, que describan mejor su identidad personal y no solo su condición genérica (Espíritu Santo es un nombre genérico porque tanto el Padre como el Hijo también son «Espíritus» y son «Santos»). En el evangelio de Juan, Jesús lo llama «Defensor» o «Consolador» (en griego, «Paráclito»). San Agustín decía que el nombre personal del Espíritu es el «Don de Dios»: el Don personal que Jesús nos hace, porque es el Don personal que Jesús recibe de su Padre. Otros autores prefieren hablar del Espíritu como Amor: entre alguien que ama y aquel que es amado surge una realidad nueva, que es fruto de su mutua donación y que al mismo tiempo la trasciende, y que es precisamente el amor; la grandeza del amor explicaría el ser del Espíritu, fruto del amor entre el Padre y el Hijo. Pero estas reflexiones son muy difíciles de seguir y, en gran medida, poco evidentes.
El himno que se proclama antes del evangelio de la misa de Pentecostés dirige al Espíritu Santo varios nombres muy sugerentes: el Espíritu es descanso, brisa, gozo, luz… Ahora bien, se trata de invocaciones poéticas que no aluden directamente a su condición personal, sino a su acción. Pero, si lo recitamos con atención, encontraremos el nombre que quizás resulte más apropiado, la expresión que contiene un buen resumen de estas reflexiones sobre la presencia interior del Espíritu, que desde dentro nos da fortaleza personal y experiencia de fe: me refiero a la expresión «dulce huésped del alma». En la fiesta de Pentecostés los cristianos acogemos interiormente al Espíritu, huésped del alma, y nos sentimos habitados por Aquel cuya presencia es garantía de la cercanía del Señor y de la transformación de nuestro ser como hijos de Dios: el Espíritu que nos impulsa a tener la misma misión de Jesús y a poner su fuego en el mundo que nos rodea.
Por eso, quiero terminar esta reflexión sobre el Espíritu invitándoos a dirigirle sentidamente estas palabras de la secuencia de Pentecostés y a pedirle una mayor conciencia de su acción en nuestros corazones:
Ven Espíritu Divino,
manda tu luz desde el cielo,
Padre amoroso del pobre;
don en tus dones espléndido;
luz que penetra las almas;
fuente del mayor consuelo.
Ven, dulce huésped del alma,
descanso de nuestro esfuerzo,
tregua en el duro trabajo,
brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las lágrimas
y reconforta en los duelos.
Entra hasta el fondo del alma,
divina luz y enriquécenos.
Mira el vacío del hombre
si Tú le faltas por dentro;
mira el poder del pecado
cuando no envías tu aliento.
Riega la tierra en sequía,
sana el corazón enfermo,
lava las manchas, infunde
calor de vida en el hielo,
doma el espíritu indómito,
guía al que tuerce el sendero.
Reparte tus Siete Dones
según la fe de tus siervos.
Por tu bondad y tu gracia
dale al esfuerzo su mérito;
salva al que busca salvarse
y danos tu gozo eterno. Amén.
El Espíritu Santo desborda siempre nuestra experiencia creyente, y siempre nos resultará difícil entender su acción en nuestra vida cristiana. Por eso, quien mejor puede ayudarnos a descubrir su presencia y acoger su gracia es la Virgen María: el Espíritu vino sobre ella y preparó su corazón para acoger al Hijo de Dios, haciéndola Madre de Jesús y Modelo de la Iglesia. Ella es la portadora del Espíritu y con ella esperaremos al Espíritu Santo en un nuevo Pentecostés.
14 de mayo de 2021
Por Juan Serna Cruz
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