Celebramos el día de todos los fieles difuntos. Es una jornada de oración de gran tradición en nuestros pueblos. Visitamos las tumbas de nuestros seres queridos en el cementerio, pero esta forma de dar sepultura cristiana no siempre fue así.
En el mundo antiguo el lugar donde se enterraba a los difuntos se denominaba necrópolis que significaba «ciudad de los muertos». Con la llegada del mundo cristiano y el cambio de mentalidad religiosa, se defiende la creencia en la muerte, no como una etapa final de la existencia sino como un tránsito hacia otra vida imperecedera, por lo que se sustituye esta primera palabra por un nuevo término, cementerio, vocablo proveniente del griego que significa dormitorio.
Se comenzaron a crear en España durante el siglo XIX los llamados cementerios municipales
Este espacio funerario cristiano se ha transformado en muchas ocasiones a lo largo de la historia, pasando por distintos emplazamientos y adoptando distintas tipologías, dependido de diversos cambios sociales, administrativos o jurídicos.
Desde la época medieval hasta el siglo XVIII los cristianos se enterraban principalmente en las iglesias y sus alrededores, por considerarse estos lugares como tierra sagrada. Alfonso X el Sabio contribuyó a desarrollar esta costumbre, en un momento en el que comenzaban a surgir lentamente nuevas villas según avanzaba la repoblación, desempeñando las primeras iglesias y parroquias un papel fundamental a la hora de ordenar y administrar estos nuevos espacios y su entorno. De este modo, la muerte se sacralizó y surgió la necesidad de destinar lugares específicos dentro del espacio urbano para el enterramiento de los cuerpos, considerándose este último tránsito como algo muy cercano, como una parte más de la vida cotidiana. El rey sabio, en su obra titulada Las Partidas, defendió que los enterramientos de los cristianos debían realizarse cerca de las iglesias «…y no en lugares yermos y apartados de ellas, yaciendo soterrados por los campos, como las bestias…»
Las epidemias de peste sufridas en Europa contribuyeron a que la muerte se convirtiera en un elemento cotidiano
Hacia el siglo XIV, las grandes epidemias de peste sufridas en Europa, contribuyeron a que la muerte se convirtiera en un elemento cotidiano para muchos de sus habitantes, propiciando que la población cuidara por garantizar la salvación de su alma llegando a pagar grandes cantidades de dinero por enterrarse lo más cerca posible del altar mayor de las iglesias, pues se consideraba el lugar más sagrado. Esta tendencia terminaría por afianzarse durante los siglos XVI y XVII, a la luz de la proliferación de órdenes religiosas que aportaron nuevos escenarios de enterramiento en torno a la construcción de nuevos conventos, muy codiciados por las clases más adineradas.
En el siglo XVIII, llegan a España los primeros ecos de la Ilustración procedentes de Francia; además, los avances científicos defendían mayor salubridad e higiene, recomendándose trasladar el depósito de los cuerpos fuera de la población, hasta el exterior de las ciudades, para evitar así posibles focos de enfermedades contagiosas e infecciones.
En 1784 el monarca Carlos III dictó una Real Cédula ordenando el cambio de ubicación de estos emplazamientos funerarios. De esta manera se comenzaron a crear en España durante el siglo XIX los llamados cementerios municipales.
Este cambio llevó aparejado un trasvase de gestión, de lo sagrado a lo civil, provocando un choque frontal con la mentalidad de la sociedad del momento. A la población le costó mucho comprender cómo se anteponían las cuestiones higiénicas a las cuestiones religiosas, pues pensaban que los cuerpos de sus difuntos debían estar cerca de los recintos sacros, en los que descansaban sus antepasados.
Por Juan Crespo Cárdenas