La conmemoración de los fieles difuntos aparece en el s. IX, en continuidad el uso monástico desde el s. VII de consagrar un día a la oración por los difuntos. Con todo, ya S. Agustín alababa la costumbre de rezar por los difuntos, incluso fuera de su aniversario. El uso de esta costumbre se extendió a la Iglesia universal con Benedicto XV en 1915, en consideración a los muertos de la primera guerra mundial.
Sacrosanctum Concilium nos recuerda que «la liturgia de los difuntos debe expresar más claramente el carácter pascual de la muerte cristiana» (n. 81). Por tanto, es un día para vivir de cerca nuestra fe en Cristo muerto y resucitado. Nuestros difuntos son puestos en manos de Dios, incorporados al misterio de la presencia del Resucitado.
No se trata, pues, de un día de angustia ante la muerte sino de esperanza fundada en el amor de Dios hacia nosotros. En nuestra cultura actual se están poniendo de moda otras celebraciones paganas que no deberían distraer en los cristianos la fe que tenemos, la esperanza que nos colma y el amor de Dios que nos sostiene. La presencia del Resucitado en nuestra vida debería animar aún más nuestra esperanza.
Por Arcángel Moreno Castilla, publicado en Con Vosotros de 28 de octubre de 2012