La Iglesia recuerda a los santos desde el principio. Pero antes de que el concepto de santidad se comprendiera tal y como lo entendemos hoy, la Iglesia se fijaba en los que habían pasado por la prueba de la santidad: los mártires. De esta forma, a través de los mártires, se pasó en un segundo momento a comprender a aquellos que, no habiendo entregado su vida de manera violenta, sí que confesaron la fe en Cristo en condiciones complicadas. A estos se les llamó «confesores».
Más tarde, no solo los mártires y los confesores era comprendidos como aquellos que gozaban ya de Dios. Empezaron a ser recordados en la Liturgia, y llamados «santos», aquellos que habían llevado una vida intachable, y se demostraba que sus días entre nosotros habían sido dignos de admiración desde el seguimiento ejemplar a Cristo.
Pues bien, el Panteón de Agripa, dedicado en la época romana a todos los dioses, se convirtió en iglesia dedicándose a todos los santos. ¿Por qué? Porque el papa Bonifacio IV quiso dedicarlo a Santa María de los Mártires. Es decir, aquel templo que había sido de todos los dioses, tenía que dedicarse ahora, bajo el amparo y patronazgo de la Virgen María, a todos aquellos, innumerables, que habían muerto de manera violenta en el nombre de Cristo, a todos los santos de la cristiandad que habían entregado su vida. Además, el hecho de dedicar el templo a los mártires adquiere más sentido cuando se trata de una edificación del Imperio, el mismo que había perseguido y asesinado a tantos cristianos.
Publicado originalmente en Con Vosotros (30 de octubre de 2011)