La incorporación de los sacerdotes diocesanos a la misión de la Iglesia la vivimos en el momento actual como una realidad bastante natural. No siempre ha sido así. La Misión estaba reservada a congregaciones e institutos específicamente misioneros, y el clero diocesano se recluía en la pastoral ordinaria. Asumir la conciencia de la naturaleza misionera de la Iglesia en el clero diocesano sigue siendo una tarea y un desafío para las Iglesias locales.
El Concilio Vaticano II con el decreto Ad gentes y el magisterio posterior han ido abriendo camino e incentivando el trabajo misionero de los sacerdotes diocesanos que se había abierto ya anteriormente en la Fidei donum 17 de «autorizar a algunos de sus sacerdotes […] a partir para ponerse, durante un tiempo limitado, al servicio de los Ordinarios de África».
Poco a poco hemos venido entendiendo en la Iglesia que el mandato misionero pertenece a la naturaleza misma de la Iglesia. Está en su ser y por lo tanto ha de estar presente en todos sus miembros, que «la misión atañe a todos los cristianos, a todas las diócesis y parroquias, a las instituciones y asociaciones eclesiales» (RM 2) y podríamos seguir citando el Magisterio de estos últimos años.
Como sacerdote de la Iglesia de Ciudad Real y en el IEME (Instituto Español de Misiones Extranjeras), aunque esto es extensible a toda los sacerdotes diocesanos en misión, mi trabajo se ha centrado en el primer anuncio de Cristo y su Evangelio en comunidades bajo presión y contextos no cristianos en la cuenca del río Mekong, en la edificación de la iglesia local, desde la experiencia de mi Iglesia local y en la promoción de los valores del Reino. Ello hace que haya puesto un énfasis especial en la formación de pequeñas comunidades con un laicado responsable y acompañamiento de líderes para estas comunidades. Acompañamiento al clero diocesano, ofreciéndole la experiencia histórica del caminar de mi Iglesia de origen, vocaciones nativas e impulso de la conciencia misionera en la precariedad y pobreza de mi Iglesia local de destino.
Por Luis Miguel Avilés Patiño