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domingo, 4 de septiembre de 2016
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Por
Juan Sánchez Trujillo
En aquel tiempo, mucha gente acompañaba a Jesús; él se volvió y les dijo: Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío Quien no lleve su cruz detrás de mi no puede ser discípulo mío
Así, ¿quién de vosotros, si quiere construir una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla? No sea que, si echa los cimientos y no puede acabarla, se pongan a burlarse de él los que miran, diciendo: Este hombre empezó a construir y no ha sido capaz de acabar.¿0 qué rey, si va a dar la batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar si con diez mil hombres podrá salir al paso del que le ataca con veinte mil? Y si no, cuando el otro está todavía lejos, envía legados para pedir condiciones de paz
Lo mismo vosotros: el que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío. Lucas 14, 25-33
Fue mi gran oportunidad y el comienzo de mi logro total.
Desde que empecé a seguirle, empecé a conseguirme a mí mismo. En Él adiviné mis mejores posibilidades de persona. El amplió mis entrañas, para que en ellas cupieran todos los hombres. Él puso en directa mi corazón y relajó mi freno, para que no se paralizara mi afecto ante ninguna persona.
Primero me cegó los ojos con sus paradojas y sin-sentidos, pero poco después me regaló microscopios y telescopios especiales con los que hacer justicia a lo invisible cercano y lejano. Él llegó a convencerme de que todos los valores del hombre quedarían en moneda perecedera o sufrirían una drástica inflación de no disponer o de rechazar sus ofertadas divisas. Las escasas pesetillas de mis raídos bolsillos pasaron con él de calderilla a millones, porque me concedió el tesoro de empezar a compartirlas. Desde que él fue mi centro y mi núcleo, mi mente y mi cuerpo se tornaron escaparates vivos de su presencia resucitada. Mis horas, desde que Él empezó a acompasar mi vida, adquirieron resonancias de eternidad y, a cada instante de mi tiempo, se oía palpitar a Dios convocándome a siglos sin fin...
Nunca me supe tan hombre, jamás me supe mi identidad tan bien, hasta que Él fue mi espejo donde asomé mi persona. Fue el comienzo de mi logro. Y eso que, en un comienzo, yo pensaba que perdía.
También con Él mi padre y mi madre fueron más padre y más madre. Y los mismo mis hermanos, que devinieron más hermanos. No era renuncia de realidades queridas lo que su seguimiento me exigía. Era, por el contrario, la máxima afirmación de mis seres queridos lo que se me concedió con Cristo. Él me hizo ver a todos los míos - a todos los nuestros - como hijos de un mismo Padre, como hermanos predilectos suyos, como residencias singulares del Espíritu Común. A la carne y a la sangre fue Él quien me enseñó a darles un segundo puesto. Él fue quien me enseñó a quitar protagonismo a los cromosomas y a los genes, concediendo al Espíritu Vivo la primacía de nuestra existencia familiar. Él fue el que hizo de todas las familias familia numerosa; y de todas las mesas, banquete universal. Él fue quien, a pesar de ser pequeñas, hizo que en todas nuestras casas hubiera capacidad suficiente para albergar a todo el mundo...
Y todo, porque Él nos llamó y nosotros le seguimos, contando, claro está, con los innumerables efectivos de los Hermanos y la presencia efectiva de la Familia del Cielo.
Cristo, antes que todo y que todos
Por
Juan Sánchez Trujillo
En aquel tiempo, mucha gente acompañaba a Jesús; él se volvió y les dijo: Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío. Quien no lleve su cruz detrás de mi no puede ser discípulo mío.
Así, ¿quién de vosotros, si quiere construir una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla? No sea que, si echa los cimientos y no puede acabarla, se pongan a burlarse de él los que miran, diciendo: Este hombre empezó a construir y no ha sido capaz de acabar.
¿0 qué rey, si va a dar la batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar si con diez mil hombres podrá salir al paso del que le ataca con veinte mil? Y si no, cuando el otro está todavía lejos, envía legados para pedir condiciones de paz.
Lo mismo vosotros: el que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío. Lucas l4, 25-33
El que Cristo exija como condición previa para seguirle abdicar del placer y abrazar la cruz. El que Cristo te diga que Él vale más que tu título y que tu profesión y que tu riqueza, hasta le punto de quedar todo devaluado sin Él. El que Cristo te diga que Él es más importante que tu padre y que tu madre, que tu hijo y que tu hija, incluso más que tú mismo. Más aún : el que todo eso te lo presente como buena nueva, como garantía y realización de felicidad, como la gran revelación y oportunidad de la historia, como el supremo servicio de humanización ofrecido al mundo..., además de a inhumano y masoquista, suena, a la primera de cambio, a presuntuoso y demencial. Y lejos de merecer crédito o ser de recibo, desata en cualquiera la más visceral repulsa y descalificación.
Y, sin embargo, por paradójico e increíble que resulte, no es posible el advenimiento del hombre pleno, la afirmación más realista de la persona y la consideración más justa de las cosas, sin el acogimiento y experiencia de Cristo, sin la relativización de todo y la absolutización de Él, sin la venta, o desdivinización, de todas nuestras perlas humanas ( vida, salud, profesión, dinero, bienestar...) , ofrecida a la seducción del hombre como elemento enriquecedor y optimizador de todo lo que somos y tenemos, de lo que sufrimos y hacemos. Porque ¿quién hace mejores hijos, quién mejores hermanos, que el Espíritu de Jesucristo?
Por eso mismo, cuando en la base de nuestras prácticas religiosas y de nuestras verdades teológicas y de nuestros esfuerzos morales, falta o es muy débil esa gran preferencia por Jesús y su causa, todo deviene lánguido e inconsistente. Todo resulta un constructo artificial, al faltar la base de la consistencia filial y fraternal auténtica. Todo se convierte en envoltura sin criatura, en eco sin grito, en voz sin palabra.
De ahí que todo hombre prudente, al escuchar tal discurso e invitación de Jesús, debe tocarse bien la ropa y apretarse el cinturón, medir sus fuerzas y solicitar Dios y ayuda. Porque podría iniciar la construcción de su propia persona y el combate contra la injusticia del mundo, y quedarse en la mitad del camino, cosa que en las cosas de Dios y del hombre es fracaso y perdición. Mejor sería renunciar a ser cristianos, si de entrada no existen en nosotros ni piedras ni soldados suficientes para la gran obra y el gran combate, a que Cristo nos convoca y aboca.
La aventura del seguimiento
Por
Miguel Esparza Fernández
"En aquel tiempo, mucha gente acompañaba a Jesús; Él se volvió y les dijo: -Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío... Lo mismo vosotros; el que no renuncia a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío" (Lc 14,25-33)
Es como un vértigo. Es como un fuerte huracán. Cuando nos llegan estas palabras del Señor nos desestabilizan. Nos arrastran. Tiran de nosotros. Nos sacan de donde estamos.
Nuestra reacción es defendernos. Pretendemos anclarnos donde nos encontramos para que no puedan con nosotros. Nos aferramos con los pies a la tierra. Recogemos lo que tenemos para que no se nos vuele. Agarramos con fuerza lo que tenemos para que no se nos quite.
Buscamos seguridad. Nos parece que lo bueno para nosotros sería quedarnos donde, como y con lo que estamos. Definitivamente lo propio del ser humano es la seguridad. Nos asusta lo desconocido, lo nuevo. Nos pasa en todo: pensad en la muerte, por ejemplo. Ese salto al vacío nos marea y resulta superior a nuestras fuerzas. Pero nos pasa lo mismo con lo más inmediato: por eso, llegamos a divinizar lo que poseemos... y no somos capaces de prescindir de ello por nada ni por nadie.
Y así nos va. Somos egoístas, insolidarios, acaparadores, conformistas, comodones... En definitiva, personas que no culminamos un proceso, sino que damos la impresión (y creo que es más realidad que simple impresión) de quedarnos como a medias de nuestras posibilidades. Y nuestro mundo no termina de organizarse en armonía, desarrollo, paz...
¿Y si probáramos a dejarnos arrastrar por el viento de la propuesta que nos hace Jesús de Nazaret? A lo mejor ahí estaba la solución, para nosotros, para los demás y para nuestro entorno. Se nos pide un orden determinado en nuestra escala de valores: primero, Dios (Jesús). Luego, todo (todos) lo demás. Por encima de todo, ser. En segundo lugar, tener. Y, desde ahí, dispuestos a la aventura del amor, en libertad, en totalidad, dándonos sin cálculo ni medida ni tiempo y sin condiciones y sin acepción de personas...
Ese es justamente el seguimiento que Jesús nos pide: la aventura de fiarnos de Él, como valor supremo, y la salida a jugarnos la vida donde, cuando, como y con quienes Él nos vaya diciendo. ¿Recordáis a Abraham, recordáis a Moisés...? Así. Dejando todo: casa, familia, tierra, cultura, bienes, situación creada... sin que nos detenga la edad, la salud... con la seguridad que entraña la confianza, con la audacia que regala el amor, con la alegría que concede la entrega... a la búsqueda de un mundo nuevo... señalados por el dedo de los acomodados, ridiculizados por la boca de los satisfechos, ignorados por la vida de los triunfadores, rechazados por los intereses de los poderosos... Pero viviendo de tal manera que el corazón se ensancha cada día más y se hace capaz de no excluir a nadie, el bolsillo se agujerea y no puede retener ni una sola moneda, los pies de aligeran y no evitan ningún camino, la lengua se suelta y se opone a la mentira y a la injusticia y a la violencia y a la desigualdad...
Es lo que hizo Jesús. Si su mensaje nos sedujera, todo (empezando por nosotros mismos) sería bien distinto.
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