Por
Juan Sánchez Trujillo
Una vez que estaba Jesús orando en cierto lugar, cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos.
Él les dijo: Cuando oréis decid: Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino, danos cada día nuestro pan del mañana, perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe algo, y no nos dejes caer en la tentación." Lucas 11, 1-13
Parece ser que el hombre moderno y postmoderno que por la ciencia y la técnica ha llegado (?) a la mayoría de edad, no tiene necesidad de rezar el Padre nuestro. Más aún, piensa que debe excluir positivamente la referencia a una fuente trascendente y universal de la vida, si no quiere retrotraerse hacia un estadio infantil de humanidad, con el cordón umbilical aún sin romper. Nada, se dice, de arrepentirse ante Dios, de pedirle su Espíritu, de agradecerle la vida, de alegrarse de que exista, de permitirle asomarse a nuestras palabras y obras... , ya que todo eso no es cosa de hombres crecidos, ni va ni dice bien con nuestro nivel de desarrollo. Por eso mismo, fuera credos, fuera templos, fuera mandatos divinos: lo que importa es proclamar al hombre padre de sí mismo.
O, más bien, atribuir a la tierra, al aire, al agua, a la luz, a los elementos primordiales de naturaleza químico-física, carácter de maternidad universal. O reclamar, incluso, el certificado de paternidad a las obras de nuestras manos, a esos hijos nuestros (ideologías, servicios técnicos, medios de bienestar...) de los que ávidamente mamamos y succionamos, como si con todo y sólo eso nuestras hambres profundas de hombres quedaran satisfactoriamente satisfechas.
Desde luego, cuando el hombre que reza ruega a Dios y no da al mazo ; cuando el hombre que aclama a Dios como Padre nuestro, no proclama ni realiza una fraternidad universal ; cuando el hombre que agradece a Dios sus bienes, no los pone en comunicación con los pobres para que también éstos se sumen a la gratitud ; cuando es a un nombre a un concepto o a un ídolo, criaturas nuestras al cabo, a quienes nos dirigimos y no al Dios vivo que nos hace co-creadores con Él ; cuando el perdón que pedimos a Dios no nos concede el don de perdonar a los hermanos... ; cuando se da esa clase de orantes, son otras tantas maneras de infantilizarse el hombre, otras tantas caricaturas de la oración cristiana, otros tantos argumentos que damos al hombre no orante para que siga sin creer...
Y es que el cristiano que llama a Dios Padre, ante nada ni ante nadie encuentra mayor autenticidad y altura. A nada ni a nadie atribuye paternidad radical. De nada ni de nadie puede sufrir orfandad profunda. En nada ni en nadie encuentra mayores estímulos para ser hermano de todos: el orante que llama a Dios Padre nuestro encuentra en su Espíritu de Amor el agente más socializante, cohesivo y fraternizante que jamás el mejor humanista pudo desear y recibir.
Por todo ello, rezar cristianamente, en cristiano, resulta provocador y revolucionario. Tanto que los que se contentan con reformismos y madureces incompletas, excluyen el rezo de sus vidas.
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