Si por ti hubiera sido, hubieras acabado, Pablo, con la Iglesia de Jesús. Te tenías tan sabido - y por tanto tan mal sabido - a tu Dios farisaico, que cualquier innovación religiosa, cualquier cambio sorprendente de tu programa cultual, tenían que ser abortados por no entrar en tu clásico catecismo. Tú pensabas que conocías a Dios y su promesa, pero lo tenías demasiado encasillado en tus ritos y en tus leyes, en tu templo y en tus doctrinas. Tu cabeza cuadrada de fanático judío no estaba puesta al día. No te había llegado la última y definitiva “edición” de Dios. Jesús de Nazaret - el Evangelio - y su evangelio de fe y libertad no entraban ni por asomo en tus esquemas de judío rígido y recortado.
Pero la cosa cambió de la noche a la mañana. Tu cambio fue radical. Ni tú mismo te reconocías. De inquisidor y represivo te pasaste a promotor de la libertad; del orgullo de tus obras perfiladas, a la acogida humilde y responsable de la gracia gratuita. Cristo Jesús había acontecido en ti, irrumpiendo fascinantemente en tu persona. Y fue tan intensa la conmoción y tan revolucionaria esa experiencia, que te cogiste tres años para profundizarla y ordenarla. A partir de ese largo retiro pondrías a la aprobación de Pedro I tu vivencia de Jesús en términos de pluralismo y libertad. Una nueva edición de Cristo Resucitado acababa de salir de tu persona y del Espíritu, y ya todas las culturas empezando por la griega, quedaban aprobadas como carnes y expresiones posibles de un mismo Señor. Ya el judío y el griego, el romano y el africano podrían hacerse cristianos sin tener que renunciar a su piel y a su cultura.
Y todo, Pablo, porque el Evangelio de Cristo que tan fogosamente predicas ahora, no proviene, como bien dices, ni de Apolo ni de Pedro ni de ti mismo, sino del Dios Padre universal, tan igual y tan distinto en todos y para todos.
Por
Juan Sánchez Trujillo
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