La máxima promoción de la mujer

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Por Juan Sánchez Trujillo

Y se abrió el Santuario de Dios en el cielo, y apareció el arca de su alianza en el Santuario, y se produjeron relámpagos, y fragor, y truenos, y temblor de tierra y fuerte granizada. Una gran señal apareció en el cielo: una Mujer, vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza; está encinta, y grita con los dolores de parto y con el tormento de dar a luz.
Y apareció otra señal en el cielo: Un gran Dragón rojo, con siete cabezas y diez cuernos, y sobre sus cabezas siete diademas. Su cola arrastra la tercera parte de las estrellas de cielo y las precipitó sobre la tierra. El Dragón se detuvo delante de la Mujer que iba a dar a luz, para devorar a su Hijo en cuanto lo diera a luz. La Mujer dio a luz a un Hijo varón, el que ha de regir todas las naciones con cetro de hierro; y su hijo fue arrebatado hasta Dios y hasta su trono. Y la mujer huyó al desierto, donde tiene un lugar preparado por Dios para ser allí alimentada doscientos sesenta días. Oí entonces una fuerte voz que decía en el cielo. Ahora ya ha llegado la salvación, el poder y el reinado de nuestro Dios y la potestad de su Cristo, porque ha sido arrojado el acusador de nuestros hermanos, el que nos acusaba día y noche delante de nuestro Dios. Apocalipsis, 11,19; 12,1-6.10

Celebramos hoy la Asunción de María a quien con Cristo y en Cristo creemos más viva y viviente que nosotros mismos. La creemos en estado de plenitud existencial, con su grano humano transformado en espiga definitiva y eterna. Presente en todo y en todos. Disfrutando de su total humanidad.

Celebrar la Asunción de María es experimentar que Dios levanta del polvo al humilde y lo sienta con los príncipes del cielo. Es alegrarse porque el Reino de Dios - mejor dicho, Dios - la ha penetrado totalmente y se ha compenetrado con Ella de un modo total e insuperable . Es gozarla, porque María ha llegado a lo máximo a que puede aspirar una criatura humana. Es hacer fiesta en cuerpo y en alma, porque en María, como antes en Cristo, la humanidad ha alcanzado su más radical y exuberante realización, gracias a que el Padre de Ella y de todos nosotros no ha permitido que se perdiera en la muerte la principal pieza que después de Cristo le ha salido de su corazón.

Jamás podrían soñar los átomos terrenos acoger en sus minúsculos templos mayor torrencial de vida humana y divina. Jamás sentimientos humanos podrían imaginar ascender a tan exquisita y sublimada sensibilidad. Jamás la mente de los hombres pudo sospechar instalarse como Dios en los más misteriosos y profundos repliegues de toda realidad y de toda la realidad. Jamás el corazón del hombre pudo opositar a amores tan creativos y recreativos, tan tiernos y misericordiosos, tan geniales y generosos, tan valiosos y gratificantes.

Celebrar a María Asunta a los cielos es frotarse el alma y el corazón, porque con Ella glorificada va en serio aquello de que la muerte no es el punto final de nuestra peripecia humana. Es presentirse promocionados del todo y en todo los que, como Ella, creemos en Cristo Resucitado y Ascendido, inaugurador de la serie innumerable de candidatos celestes. Es sabernos nominados por Dios a lo que ni ojo vio ni oído escuchó, a ese estado de estallido total y de despliegue infinito de todo nuestro ser de hombres peregrinos e incompletos.

La fiesta, esta fiesta de María glorificada, bien merece nuestro éxtasis y arrobamiento por vernos en ella a punto de resurrección y Vida una vez que el Padre nos dé a luz eterna tras haber desplegado también sobre nosotros todo su potencial amoroso de Padre y de Dios.

                  
Lucha buena y necesaria
Por Juan Sánchez Trujillo

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla!
¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división.
En adelante, una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra. Lucas 12, 49-51

Cuando Tú la trajiste, Jesús, y la tuviste en tu vida, es que es “buena” la lucha, la guerra, la división. Porque Tú no viniste a dispensarnos del combate o a quitarnos los lobos que acechan al rebaño. Tampoco viniste a hacernos monocolores y a privarnos de esta forma de conquistar nuestro propio colorido. Tus, por otra parte, deseos de unidad no pasan por suprimir la guerra de las generaciones, el debate de las culturas, la dialéctica de los partidos. Precisamente, cuando nos enviaste tu Espíritu católico y universal, fueron lenguas diversas y canales diferentes los que transmitieron al mundo tu único espíritu pluriforme.

Es la guerra del amor la que Tú, Jesús, nos trajiste. La lucha por el respeto, por la valoración, por la promoción de “los otros y de lo otro” como condición imprescindible para sobrevivir el hombre, como cláusula necesaria para la emergencia y floración de nuestra propia mismidad. La guerra del intercambio y torneo entre dos seres distintos que diferenciándose se unen, que enfrentándose se abrazan, que negándose se afirman.

Por eso, Jesús, quien no guerrea tu guerra, quien no promueve la diversidad, quien no lucha por hacer distintos, introduce en el mundo la guerra que Tú no quieres, la injusticia que abominas, la masificación que Tú aborreces. 

Y es que la guerra que Tú provocas y declaras es una confrontación contra el odio, un enfrentamiento contra la injusticia, una lucha reivindicatoria de los derechos de Dios y de los hombres. 

Por eso, cuando irrumpe o salta tu fuego en el corazón de un hombre, ese hombre queda alistado para el combate y listo para el amor. A partir de entonces el militante de tu espíritu concita contra sí los poderes ocultos de la mentira, las estrategias de la explotación, las artimañas de la eliminación, las violencias del poder. Es entonces cuando la inocencia del cordero y el candor de la paloma son declaración de guerra para la injusticia del lobo y la astucia de la zorra. Surge entonces el siervo paciente, el justo injustamente perseguido, cuya derrota prepara la victoria del bien. Y su sangre derramada desarma a los enemigos, cayendo en tierra el muro de separación que tenía enfrentados a los miembros de la única familia de Dios.


De aquí al cielo
Por Miguel Esparza Fernández

"En aquellos días, María se puso en camino y fue aprisa a la montaña, a un pueblo de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo y dijo a voz en grito: ¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! María dijo: Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava, Desde ahora, me felicitarán todas las generaciones..." (Lc 1, 39-56)

Así define la Iglesia el dogma de la Asunción: "La Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrestre, fue asunta el cielo en cuerpo y alma a la gloria celestial". 

Estamos ante una verdad revelada. Es decir, no es una comprobación objetiva de algo que históricamente hayamos observado. La Asunción pertenece a la revelación. Y la Iglesia, asistida por el Espíritu, la percibe, la profundiza y la proclama. 

Y, por eso, este dogma tiene una densidad inabarcable y digna de ser reflexionada, meditada y vivida por todos los que nos consideramos creyentes cristianos. 

En primer lugar, la Asunción tiene un sentido cristológico. Sucede en María, pero lo realiza Cristo. Como todo lo que en Ella aconteció. La Madre, siempre unida al Hijo-Dios. María, unida físicamente a Cristo (es concebido en su vientre y dado a luz en Belén), unida moralmente a Cristo (la esclava fiel, que cumple Su palabra), unida corporativa y comunitariamente a Cristo (es la "Hija de Sión"). Esa unión de María con su Hijo concluye y se culmina ahora, al participar, glorificada, de Su misma gloria. 

En segundo lugar, la Asunción tiene un sentido mariano. Es decir, se trata de una gloria personal de María. Es su momento públicamente glorioso, liberada de las coordenadas terrenas. Ahora posee de manera perfecta al Hijo. Ya no conoce al Hijo a través de las limitaciones humanas, sino que lo ve cara a cara glorioso. Y, desde ahí, María se convierte en intercesora. "Ea, pues, Señora, abogada nuestra", que decimos en la Salve. 

En tercer lugar, la Asunción tiene un sentido eclesial. Porque María es ya el momento futuro de la Iglesia. Nos dice la Constitución sobre la Sagrada Liturgia, del Concilio Vaticano II (n. 103): "En ella (la Virgen María), la Iglesia admira y ensalza el fruto más espléndido de la redención y la contempla gozosamente como una purísima imagen de lo que ella misma, toda entera, ansía y espera ser". 

En cuarto lugar, la Asunción tiene un sentido antropológico. Porque realiza uno de los anhelos más profundos del ser humano. Porque nos ilumina el misterio de la muerte. Porque se nos descubre que lo bueno es posible para nosotros. Porque se nos asegura que todo nuestro ser, nosotros, enteros, en cuerpo y alma, como seres unificados, seremos glorificados. Y descubrimos así el valor de toda la creación. Y, de esta manera, la gloria de la resurrección se revela como la verdadera plenitud del ser humano. 

Hermosa, sugerente, alentadora y comprometedora esta mezcla de lo humano y lo divino, de la fragilidad y la fuerza, de lo corporal y lo espiritual, de la tierra y el cielo. 

Contemplemos a María, invoquemos a María, imitemos a María... y caminemos con ella hasta el cielo.



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