Durante el Triduo Pascual, uno de los momentos significativos es la oración en el monumento en la noche del jueves al Viernes Santo. Un tiempo de oración personal con la compañía del Señor.
Con esta Hora Santa ofrecemos una ayuda para rezar, meditando cada uno de los textos sobre estas horas intensas en las que contemplamos a Jesús entregándose por nosotros y para nosotros.
Hora Santa: «Se puso a lavarles los pies»
I
«Sabiendo que el Padre lo había puesto todo en sus manos, y que había venido de Dios y que a Dios volvía […], tras haber amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13, 3.1).
No es que es el Padre lo hubiera puesto todo en sus manos, sino que Jesús era esas mismas manos, su extensión, su manifestación.
En ese camino de venir de Dios y volver a Dios, Jesús, el Hijo en quien el Padre se derrama, dejará al mundo colmado con la donación de su ser. Toda la realidad quedará germinada con el don de su vida entregada y, tras su pascua, el Espíritu actuará para que vayan brotando los gérmenes de su resurrección, porque «toda la creación está gimiendo y sufre dolores de parto. Y no solo eso, sino que también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior, aguardando la adopción filial, la redención de nuestro cuerpo» (Rm 8, 22-23).
II
El itinerario del Enviado va llegando a su meta cuando en el lavatorio elige ocupar libremente el último lugar, el más bajo: los pies de la humanidad. Con este gesto, la revelación divina se intensifica. Antes de entregar el pan de su cuerpo, adelantando su muerte y resurrección, nos muestra qué implica comer ese pan.
Vemos al Maestro convertido en siervo. Alzamos la mirada y no lo vemos porque ha descendido. Para encontrar a Dios hay que buscar por abajo, hay que decrecer y abajarse hasta lo ínfimo. El creyente, que busca a Dios para colmar el anhelo que arde en su corazón, lo encuentra allí donde antes no lo había buscado y descubre que Dios está a nuestros pies. Quisiéramos postrarnos ante él, pero él se ha adelantado y se ha postrado antes que nosotros.
De este abajamiento han participado todos los seres nobles e inocentes de este mundo; hombres y mujeres que han intuido que el ser se realiza por medio de la entrega, y que el libre abajamiento es el único lugar donde pueden restaurarse las relaciones entre los humanos. Un descenso kenótico que se revela como el verdadero camino para seguir a Cristo y la condición necesaria para proseguir su misión.
III
«Se levanta de la cena, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y se pone a lavar los pies a los discípulos» (Jn 13, 3-5).
Llama la atención que el evangelista Juan haya querido mantener los verbos de esta acción en tiempo presente. Tal vez, para indicarnos que el Resucitado está configurado con este gesto para siempre.
Dios, más que amor, es amar. Dios no es un sustantivo estático en el que lo podamos retener, sino el dinamismo divino inabarcable del que todo procede gratuitamente y al que todo vuelve para encontrar su plenitud. Un dinamismo al que todas las existencias están llamadas a participar si quieren realizarse en la verdad.
Dios ha querido ocupar el lugar del esclavo y convertirlo en el lugar del rey, del rey de aquel reino donde la donación sustituye a la dominación y al egoísmo; donde no hay ni amos ni esclavos, solo hermanos: «Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros» (Jn 13, 14).
El gesto de Jesús implica la reciprocidad fraterna del dar y recibir, del amar y dejarse amar. Pero la fuerza de este gesto tiene un alcance todavía mayor porque habla del ser mismo de Dios. Jesús había dicho: «El que me acoge a mí acoge al que me ha enviado» (Jn 13, 20) y «quien me ve a mí, ve al Padre» (Jn 14, 9). Es Dios quien se abaja en Jesús. Ante esta manifestación divina se desvanece toda imagen mítica o mágica Dios. La divinidad no está «arriba» ejerciendo una omnipotencia ciega y caprichosa sobre el ser humano, la divinidad está «abajo»; no a nuestro lado, sino a nuestros pies, manifestando que el predominio de Dios sobre el hombre está en el amor.
IV
El gesto de Jesús nos impulsa a descender siempre más abajo, hasta desaparecer en lo más pequeño, a situarnos en el último lugar. Jesús, como encarnación del vaciamiento de Dios, viene de lo máximo y va hacia lo máximo, pero en este proceso pasa por lo ínfimo; de otro modo, su encarnación, su asimilación con el hombre, no sería completa y su gracia no llegaría a todos. Esta es la razón por la que sus seguidores estamos llamados a sumarnos a este movimiento.
Jesús se afana por llevar el ser amoroso de Dios hasta el último lugar. Quiere asumir todos los márgenes, incluso traspasar las barreras internas de nuestro pecado para asumirlo, redimirlo, y salvarnos.
Una vez sanados, Cristo desea que nos incorporemos a su abajamiento. Quiere que nos vaciemos con él para que podamos participar en su retorno al Padre y compartir la plenitud de vida que nace de la entrega por amor, tal y como lo predicó Pablo: «Siendo de condición divina, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo hasta la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó sobre todo» (Cf. Fil 2, 6-9).
Esta es la entraña del misterio Pascual, un proceso divino que es mucho más que un acontecimiento histórico. El misterio pascual es una teofanía que culmina el movimiento por el que Dios actúa para siempre en su Hijo Jesús. Su abajamiento hasta la muerte, hasta la donación de sí mismo, perennizada en su resurrección, invierte la pulsión que nos cierra y nos repliega sobre nosotros mismos, y nos invita a incorporarnos a la entrega gratuita de Jesús, el Entregado-Resucitado.
Si acogemos la donación de Dios en Jesús hasta el punto de dejar que penetre en nuestro pecado, nos sentiremos impulsados a redimir con él participando de su vida resucitada: la que ahora está delante de ti, latiendo tras la puerta del sagrario, esperando que comulgues con ella.