Cuántas veces hemos oído aquello de que “cualquier tiempo pasado fue mejor”? Nada más equivocado. Pues el hombre se empeña desde tiempo inmemorable en tropezar y caer… aunque luego Dios le ayude a levantarse.
Y es que cuando hoy, con toda razón, nos rasgamos las vestiduras ante la corrupción institucional, pública y privada, la Escritura, sabia, actual e imperecedera, nos recuerda que el propio Dios por boca de su profeta, ya la condenaba, muchos siglos atrás, como delito tan grave que ni Él mismo lo olvidaría.
Creemos que Dios quiere que todo hombre se salve (I Tm 2, 1-8), pero no por ello se niega la libertad del hombre para hacerlo. Nuestra es la elección que además es disyuntiva: O Dios o el dinero (y lo que él representa).
Hablar de dinero para un cristiano puede llevarle a límites a veces algo difusos. Y no hay que confundirse. No se niega a nadie el salario justo, ni una vida digna en la que los bienes materiales forman parte de la misma Creación. No se puede tener cultura, educación, salud, descanso, vivienda… sin un dinero que los compre. No prospera una sociedad sin el intercambio de cosas y medios por dinero. Pero siendo cierto, no lo es menos que atarse hasta amar lo que el dinero consigue y supone, hace que Dios y el prójimo, sobre todo el más pobre, no puedan entrar en nuestro corazón.
Dinero no es sinónimo de corrupción. Pero como en toda codicia o pasión, volcar el sentimiento en poseerlo y acumularlo o conseguirlo y dilapidarlo, nos puede llevar a que así sea. Es cuestión de medida y buen uso. Es la razón a la luz de la fe.
Y sólo el amor a Dios nos ayuda a discernir.
Por Antonio Gallardo y Pilar Requena
Publicado en Con Vosotros