En ese pueblo errante, de dura cerviz, que Moisés se encargó de llevar a la Tierra Prometida, estaba legislado que cada cual podía tomarse la justicia por su mano, aplicando la Ley del Talión, para resarcirse de los daños recibidos. A tal pueblo indómito y difícil de gobernar, tales leyes para intentar mantener un mínimo orden. No sabemos qué pensaría en el fondo de su corazón Moisés, pero podemos imaginar que en su ánimo albergaba una mezcla de condescendencia y hartazgo por tener que dar leyes semejantes a gentes tan duras.
Pero, ¿y hoy? ¿Acaso no han pasado miles de años, civilizaciones, culturas y formas de gobierno? Pues aunque haya sido así, da la impresión que al margen de los códigos civiles y penales que nos gobiernan, en el fondo del corazón del hombre, se sigue deseando el ojo por ojo. Y lo más penoso es que ocurre en nuestras comunidades, relaciones laborales y sociales incluso en el seno de las familias.
Puede parecer que ¿no queremos? darnos cuenta, que en el punto medio en la línea temporal entre Moisés y nosotros, se ha situado Cristo, revocando el Talión y renovando la ley con una única consigna: el amor, incondicional, sin cortapisas, sin contraprestaciones, sin cláusulas… el amor total.
Surge así, que al esposo, al hijo, al padre, al hermano, al vecino, al compañero de trabajo, al prójimo anónimo que de manera incidental deambula por nuestras vidas, ya no hay que exigirle la reparación igualitaria del daño, sino que hay que brindarle la ofrenda de nuestro sufrimiento perdonado, la entrega de nuestra posesión terrenal, la disposición a acompañarle en su propia vida.
Y es que Cristo acaba con esa repugnancia natural que pudiera brotar del corazón dañado, al que repara con el bálsamo de su amor total, para convertirlo en sentimiento de fraternidad. Lo difícil, no es creerlo, pues es la razón de nuestra fe.
Lo difícil es ponerlo en práctica, en el penoso día a día de sentimientos encontrados, de memorias resentidas, de venganzas planificadas. Sólo entonces puede surgir el grito a Dios, la petición de auxilio, la imploración de su socorro… «como nosotros perdonamos a nuestros deudores».
¡Ánimo!, no estamos solos en la dura carrera del amor y del perdón, Cristo va delante de nosotros, ya ha llegado a la meta y nos espera.
Por
Antonio Gallardo Chavarino, publicado originalmente en
Con Vosotros
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