La vida religiosa se remonta a los primeros siglos del cristianismo. La Constitución Dogmática Lumen gentium, del Concilio Vaticano II, en su número 43 la define muy bellamente: como un «árbol que se ramifica espléndido y pujante en el campo del Señor partiendo de una semilla puesta por Dios». Vamos a desplegar este árbol.
La primera manifestación propiamente dicha es el anacoretismo o eremitismo. San Antonio Abad, a principios del siglo IV, se retira al desierto de Egipto como ermitaño, y se reúnen en torno a él otros ermitaños formando grupos o comunidades. El padre de la vida monacal organizada fue San Pacomio (s. IV). Se trata ya de una vida en común bajo un superior y una regla. En Oriente destaca también San Basilio y la regla que lleva su nombre. En Occidente, el monacato fue más tardío, pero muy floreciente, destacando San Agustín (s. V) y San Benito (s. VI), cuyas reglas influyeron decisivamente en el posterior desarrollo de la vida religiosa.
En el siglo VIII se va gestando una forma nueva de vida religiosa que tratará de conjugar la vida contemplativa con la vida apostólica y pastoral y que logran su mayor esplendor en el siglo XII, con la fundación de los premonstratenses, los trinitarios y los canónigos regulares de San Agustín. Hacen su aparición, en el siglo XIII las órdenes mendicantes. Es una forma de vida monástica pero abierta al apostolado. Pertenecen a las órdenes mendicantes los dominicos, los franciscanos, los carmelitas y los ermitaños de San Agustín (con sus ramas femeninas). Posteriormente los mercedarios.
En el siglo XVI aparecen los llamados clé- rigos regulares y S. Ignacio de Loyola funda la Compañía de Jesús. A partir de aquí se inicia un proceso de transformación de las formas de vida religiosa en el que inciden factores diversos. El resultado final de este proceso fue el nacimiento oficial de una nueva forma de vida religiosa: las congregaciones religiosas de votos simples finalmente aprobadas por Leon XIII mediante la Constitución Apostólica Conditae a Christo, con razón llamada la Carta Magna de las congregaciones religiosas. A partir de aquí empezaron a proliferar ciertas formas seculares de vida religiosa que cristalizó en los llamados Institutos Seculares. Actualmente, la Iglesia regula una forma genérica de vida consagrada con dos manifestaciones de vida consagrada no asociada: la vida eremítica o anacorética y el orden de las vírgenes; y dos especies distintas de formas asociadas: los institutos religiosos y los institutos seculares.
Por Ambrosio León Herráez, publicado en
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