Además de la Iglesia como Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo, sacramento de salvación… siempre me ha gustado hablar de la Iglesia como una gran familia. Nos resulta a todos una experiencia cercana. Una familia numerosa en la que cada hijo tiene su peculiaridad, virtud o carencia. Y cuando algún hijo comete un fallo los padres no dejan de quererlo aún cuando su error personal, de alguna manera, también mancha el apellido de toda la familia. Y sin embargo, para lo bueno y para lo malo, son hijos de esa familia que da vida, ayuda a crecer y educa en el amor.
La Iglesia, la familia de los hijos de Dios, es santa y pecadora. Santa, basada y anclada en la acción redentora del Dios Uno y Trino, el Dios Amor, el sólo Santo. Santidad respaldada y alentada por el Espíritu Santo desde el principio hasta el final de los tiempos. Porque, más allá de sus miembros, es Dios quien la ha querido, la habita y conduce hacia la plenitud de la historia siendo signo de su amor y salvación en el mundo.
Y es pecadora; o mejor dicho, en la Iglesia hay pecadores porque la formamos hombres y mujeres libres en nuestras acciones. La Iglesia siempre rechazó aquellas corrientes de iluminados que pretendían alcanzar una iglesia de puros rechazando a los pecadores. La Iglesia del Señor es la madre de brazos abiertos que acoge a todos, aún cuando tropecemos libremente en la piedra del pecado. Y sin embargo, Dios cuenta con nosotros.
La santidad de la Iglesia no depende de la «calidad» de sus miembros; más bien la vida de los que formamos la Iglesia podemos hacer resplandecer u ocultar ante el mundo la santidad innata del Pueblo de Dios.
La historia de la Iglesia debe ser leída desde la llamada a la conversión que nos lanza el Evangelio a todos reconociendo, como dice el papa, que «el Señor viene en nuestra ayuda, a pesar de nuestra condición de pecadores» Reconocer la llamada a la santidad conlleva la condición de pecador en la experiencia religiosa.
Simón Pedro, ante la invitación de Jesús de «remar mar adentro y echad la red» y la consecuencia de una gran pesca, se sintió sobrecogido y exclamó: «Apártate de mí que soy un pobre pecador».
¡Cómo resuena en nosotros las palabras de Jesús: «¡Hay más alegría por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve que no necesitan convertirse!»
¡Cómo brillan en nuestro interior las palabras de San Pablo: «dónde abundó el pecado, sobreabundó la gracia»!
¡Cómo sabemos que la conversión a Cristo es la respuesta más eficaz para erradicar la semilla del mal y dejar brotar la santidad que Dios refleja en su Iglesia!
Por Vicente Díaz-Pintado
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