Dos días ayunando Eucaristía para participar en el alumbramiento de la “Madre de todas las Misas”, la gran Vigilia Pascual. Cuatro momentos delimitados con signos y gestos ponen voces distintas a un mismo misterio que celebra la Resurrección gloriosa de Jesucristo.
La luz, la Palabra, el agua y el pan y el vino consagrados suenan a un único triunfo del Señor: de su misericordia sobre el pecado, de la vida sobre la muerte, de la claridad sobre la oscuridad, de la verdad sobre la mentira, de la justicia sobre la injusticia. La celebración culmina las expectativas especialmente preparadas desde el inicio de la Cuaresma. Dios argumenta con un nuevo día, el octavo, cuando parecía que la semana ya estaba consumada con la sentencia de muerte y la sepultura. El Señor vuelve a madrugar para unir el cielo y la tierra de modo perenne e iniciar una nueva semana que mira a la eternidad. Los que no hayan dejado de confiar en Él, sin que el viernes de Pasión y el sábado de sepulcro les haya perforado la esperanza, vivirán con mayor alegría este acontecimiento.
La Vigilia Pascual tiene su eco en las otras celebraciones del Domingo de madrugada, por la mañana o por la tarde, sin que pierda fuerza su anuncio. Y, todavía escaso un día para tanta celebración, se extiende a lo largo de la semana en la Octava de Pascua en la que se celebra solemnemente como un solo día.
Por Luis Eduardo Molina Valverde