Fue a la hora de nona. Antiguos escritos cristianos sitúan a la misma hora del viernes, las tres de la tarde, la creación del primer hombre, Adán. El viernes culmina la creación de la criatura humana y consuma su destrucción con la crucifixión del Hijo de Dios hecho hombre. Los ojos de Dios se llenaron un día con su obra predilecta y otro con su Hijo abandonado y despreciado muerto en la Cruz.
Se recomienda que la celebración de la Pasión del Señor, donde no hay Eucaristía, se aproxime lo más posible a la hora de la muerte de Cristo. La liturgia se colorea de rojo, evocando la vida, don de Dios, derramada por un amor sobrehumano en lo humano. La entrega generosa y redentora sobresale por encima del pecado de la humanidad que ha llevado a la Cruz al Señor. La Palabra de Dios vincula al siervo de Isaías, personaje misterioso maltratado para la redención del Pueblo de Israel, con Jesucristo. El abandono de los suyos no fue total para el Maestro. Siempre a su lado su Madre, cuyo corazón se armoniza con el sufrimiento de su Hijo. Todo en la pasión le toca a ambos. La cruz es vivida igualmente cruel en lo alto y a sus pies. Aquí germina la maternidad que persevera en esperanza aun cuando le han arrebatado al Hijo. El sepulcro pone un término no definitivo a quien espera a la última Palabra de Dios.
Por Luis Eduardo Molina Valverde