Las heridas sobre el cuerpo no progresaron más allá de la muerte. La lanzada en el costado de Cristo no infligió más sufrimiento. La cavidad del sepulcro donde depositan el cuerpo del Maestro recibe lo inerte, lo que ya no se puede derramar más. El vaciamiento que el Hijo ha hecho de sí se va a prolongar en estas horas de tumba que marcan la tarde del viernes y, sobre todo, el sábado. El tiempo de sepulcro certifica la muerte y ahonda en el dolor interno de los amigos del Señor. La liturgia de la Iglesia se sostiene en el susurro de la celebración de las Horas que argumenta motivos para la espera. Mientras el movimiento del tiempo empuja a avivar la amargura y empezar cuanto antes con el olvido de la tragedia, el itinerario del creyente lo orienta a ahondar en la esperanza. A más tiempo de muerte, más deseo de la intervención poderosa de Dios. Mientras, hacemos memoria del descenso del Señor hasta el lugar donde los humanos esperaban que los rescatase abriendo las puertas que impedían su acceso al Paraíso, inaugurado por Cristo. Allí en las raíces de la historia bulle, durante el Sábado Santo, el rumor de la victoria que ya perciben los que aguardan con fe.
Por Luis Eduardo Molina Valverde