Domingo de Resurrección: La belleza de la Pascua

Al pasar por las celebraciones de estos días la liturgia cristiana nos ha dejado esperando… el misterio de la persona de Jesús, muerto en cruz, podría haber quedado en la decepción o el desasosiego. Pero una explosión de júbilo —¡Aleluya!— hace nuevo todo: Cristo vive, ha resucitado. No es una alegría cualquiera, es la alegría de la Pascua, la alegría de Cristo victorioso, la alegría al contemplar la belleza de la Pascua.

Cuando todo parecía inconexo y decepcionante surge la belleza de Cristo resucitado: ya todo tiene sentido, una mirada nueva sobre la vida de Cristo surge. Y es que cuando todo adquiere sentido surge la belleza. Ahora sí, el rostro del crucificado posee la belleza de la resurrección y de la vida nueva. La cruz no se agota en sí misma y adquiere su sentido en la vida nueva de Cristo.

La liturgia lo celebra a manos llenas. Es la celebración más hermosa de la Iglesia: la luz vence a las sombras (el fuego, el cirio… entre la ausencia de luz), la Palabra da sentido total a una historia que parecía sin sentido (liturgia de la Palabra más larga y explícita), los nuevos hijos experimentan la alegría del hombre nuevo en la fe (ritos bautismales o Bautismo) y la comunión con Cristo, su presencia resucitada, se convierte en un verdadero anticipo de la Gloria.

No habría que ahorrar esfuerzos en hacer de esta celebración una explosión de auténtico gozo; no seamos tacaños con el tiempo (¿es importante esto para quien goza con su Señor?), cantemos, participemos con los cinco sentidos… la liturgia adquiere aquí su plena expresión y vivencia.
 


Cuando el Señor resucita no en las tinieblas de la tarde, sino al alborear el día, tiene lugar el inicio de la luz, cuando antes se consideraba comienzo de la noche. «Pasado el sábado, al alborear el primera día después del sábado». Lo mismo que la mortalidad se convierte en inmortalidad, la corrupción en incorrupción, la carne en Dios, así también las tinieblas en luz, de manera que la noche misma se alegra de no perecer, sino que se transforma...
Aquí el sábado tiene un efecto secundario. Bajo el yugo de la Ley el sábado se había vuelto inútil y la inercia de la observancia judía lo había convertido en algo extraño respecto a la salvación. Ahora, en cambio, por la primacía del día del Señor [el sábado] había despertado maravillosamente a las obras del poder divino, y por eso el Señor pregunta: ¿No es lícito curar a los enfermos en sábado, ayudar a los afligidos, dar vista a los ciegos y vida a los muertos?

Pedro Crisólogo, Sermones 77, 2-3