En la barca samaritana de la Iglesia

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Con la celebración litúrgica de la fiesta de la Presentación del Señor en el templo volvemos a recordar y agradecer el don trinitario de la Vida Consagrada. Una jornada que suma veinticinco años desde que san Juan Pablo II la instituyó como fruto de la publicación de su encíclica Vita Consecrata, en la que expuso, a la luz del Concilio Vaticano II, toda la riqueza que supone para la Iglesia y para el mundo la vida consagrada como don y tarea.

En consonancia con la sensibilidad y el magisterio eclesial de nuestros días, este año la jornada lleva por lema La vida consagrada, parábola de fraternidad en un mundo herido, haciéndose así eco de la condición llagada y sufriente del mundo. No solo por la pandemia que nos está azotando y ha mostrado con toda su crudeza la vulnerabilidad del ser humano, sino por tantas otras situaciones dramáticas que muchas personas están viviendo en tantas partes del mundo.

Y ahí está la Iglesia como signo de la presencia de Dios en medio del dolor y, de manera especial, por su vocación y misión, los consagrados y consagradas. En los límites de la misión, abriendo puertas de comunión, siendo con sus vidas consagradas signos visibles de la verdad última y la radicalidad del Evangelio, de la llamada perenne de Jesucristo y de la cercanía del Padre para cada ser humano.

Todo ello bajo la luz de la parábola del buen samaritano, un icono bellísimo que el papa Francisco ha querido compartir en su última encíclica, Fratelli tutti, proponiéndolo como faro y horizonte para toda la familia eclesial y humana; para todos aquellos que queremos bregar unidos y animosos al soplo del Espíritu de Cristo, aun en medio de tormentas desconocidas e inesperadas que hacen zozobrar nuestra débil barca y nos empuja a depositar nuestra confianza en el Señor.

Dentro de esta barca samaritana que cruza los mares del siglo XXI reman con singular ahínco consagrados de toda edad, procedencia, carisma y misión. Personas, comunidades y obras que viven una especial consagración como signo del Reino de Dios.

Por eso, una vez más y por muchas razones, nos unimos todos en acción de gracias por el don de la Vida Consagrada que el Espíritu regala a la Iglesia, para el mundo. Riqueza espiritual y misionera para nuestra diócesis en la diversidad de carismas que en muchos pueblos son siembra evangélica y semilla de caridad. Ojalá sigamos trabajando por la comunión en la misión que nos une, para que el mundo crea. Que sepamos estimar la presencia de la vida consagrada en nuestras parroquias y, unidos por nuestra común vocación bautismal y con la riqueza de los acentos y matices, trabajemos para hacer presente el evangelio de la vida y la esperanza en nuestra iglesia particular con las ventanas que la vida consagrada abre a la misión universal.

 

Por Vicente Díaz-Pintado Moraleda. Delegado diocesano de Vida Consagrada

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