Pocos años después de la resurrección de Jesús, sobre el año cuarenta, algunos discípulos suyos, aprovechan la oscuridad de la noche, para descolgar por la muralla de Damasco, en una canasta de mimbre, a un cristiano perseguido. Se trata de Pablo de Tarso. Un complot organizado por los judíos buscaba acabar con su vida.
Unos años antes, era Pablo el que perseguía a los cristianos. San Lucas nos cuenta que estuvo presente en el martirio de san Esteban (Hch 8, 1) y que había pedido cartas para perseguir a los cristianos de Damasco (Hch. 9, 1−2). ¿Qué había ocurrido? ¿Cómo es posible que el perseguidor se tornara en perseguido? O en palabras de san Juan Crisóstomo ¿cómo es posible que el lobo se convirtiera en pastor?
San Pablo no da muchos detalles sobre el suceso que le cambio la vida, aunque nos da la clave fundamental: el encuentro con Jesús Resucitado. «¿Acaso no he visto yo al Señor?» escribe en la Primera carta a los Corintios. Este encuentro le infundió la fuerza necesaria para recorrer miles y miles de kilómetros, para surcar los mares y recorrer caminos, anunciando sin tregua el Evangelio. Este encuentro desmoronó la imagen que tenía de Dios, abriendo su mente al misterio de la gratuidad y regalándole el verdadero conocimiento de Cristo. Este encuentro le dio la valentía necesaria para superar los miedos, para afrontar las traiciones, y no perder la confianza en medio de los peligros. Este encuentro lo transformó a él, y con él a toda la Iglesia.
Contemplar los trabajos llevados a cabo por san Pablo en favor del Evangelio, hace surgir algunas preguntas: ¿cómo es posible que un solo hombre pudiese hacer crecer de ese modo la Iglesia? ¿Cómo es posible que su mente se adentrarse, del modo que lo hizo, en los misterios del amor de Dios? ¿Cómo es posible que ni la cárcel, ni los golpes, ni los latigazos, lo separaran de su misión? El mismo Pablo responde a estas preguntas: «Ya no soy yo, es Cristo quien vive en mi», escribe a los Gálatas.
Pero contemplar la labor de san Pablo nos lleva a otra reflexión. San Pablo, al igual que nosotros, no conoció a Jesús antes de su muerte y resurrección. Fue Cristo resucitado el que se acercó a él para transformarlo y enviarlo. El mismo Cristo resucitado se sigue acercando a nosotros, a cada uno de nosotros, para derribar nuestros falsos cimientos, y darnos una misión. Él nos dará la capacidad y la fuerza para llevarla a cabo, a nosotros nos toca fiarnos de él, conscientes de que nada puede separarnos de su amor.
Por Rubén Villalta Martín de la Leona