El protagonista indiscutible de la historia de la Iglesia es el Espíritu Santo, don del Señor resucitado. Pero ese mismo Espíritu actúa por mediación de los hombres que abren su corazón a la gracia.
Pedro, el apóstol del Señor, será uno de ellos. Aquel cuya vida quedó marcada por tres momentos importantes: La hora de la llamada. De pescador del lago a pescador de hombres. La hora de la pregunta: –«Simón ¿me amas?» Y, si por tres veces negó al Señor, otras tres responderá: –«Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero». Y finalmente la hora de la misión eclesial: –«Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia».
Tras la experiencia de la Pascua y la efusión del Espíritu, Pedro asumirá el encargo del Señor: Confirmar en la fe a sus hermanos; presidir en la caridad al primer colegio apostólico; ir configurando en la unidad a aquella iglesia que iba naciendo al latido del Espíritu. Ser pastor, padre y maestro; representante de Cristo Cabeza en su Cuerpo, la Iglesia.
Pedro tenderá los puentes de unión para integrar las nuevas vías de evangelización de Pablo, que abre el Evangelio a los paganos sin ninguna condición; y la primitiva comunidad venida del Judaísmo y que lentamente iban comprendiendo la primacía de Jesucristo sobre la antigua religión judía.
Junto a Pablo, Pedro es columna de la Iglesia que, por caminos a veces paralelos y otras veces divergentes, pero siempre guiados por un mismo Espíritu, extenderán el Evangelio entre judíos y paganos. La Tradición susurra al oído de la fe que Pedro llegará a Roma, donde anunció el Evangelio y, en Roma, dará el último testimonio de Cristo con su propia muerte. De este modo Roma quedará como el centro de una Iglesia cuyo Espíritu no cesará de abrir horizontes al Evangelio y quedará marcada por la figura de servicio y comunión que Pedro imprimió en aquellos primeros cristianos diseminados por el mediterráneo. Sus sucesores serán fieles garantes de la misión encomendada por el Señor: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra, sobre tu persona, edificaré en la caridad y en la comunión, a mi Iglesia.
Por Vicente Díaz-Pintado Moraleda