Si reconociéramos en su Presencia Eucarística el inmenso Amor que Dios nos tiene, nuestras vidas quedarían profundamente trasformadas y haríamos mucho más visibles las bondades del Reino de Dios en y entre nosotros.
Cierto día el santo cura de Ars, Juan María B. Vianney, se percató de que un campesino pasaba mucho tiempo ante el sagrario de su pequeña parroquia; intrigado le preguntó por qué lo hacía; con inaudita sencillez le contestó: «Yo le miro y Él me mira». Aquel hombre permanecía allí, con Dios.
Acercarnos a la Eucaristía, penetrar en el profundo y admirable misterio de la presencia real de Dios, atisbar siquiera lo que ello supone, podremos hacerlo, al igual que el campesino de Ars, siempre y cuando estemos en predisposición de llegar a una total desnudez personal; y es que para saborear siquiera un ápice de su divina y sencilla presencia, habremos de despojarnos por completo de todas esas adherencias que impiden y dificultan conocer quién es Él.
En la Eucaristía Dios se nos muestra con la misma y admirable realidad de la cruz y en la cruz de Cristo solamente hubo y sigue habiendo desprendimiento, desnudez y amor, amor al Padre y a todos los hombres. La cruz es el acto supremo de entrega amorosa del Hijo de Dios en la historia de la humanidad, perpetuado antes en el acontecimiento sacramental de la Última Cena. Dios se hizo y sigue haciéndose alimento para después entregarse y seguir entregando su vida en cada Eucaristía. Por eso, al contemplar el Pan Consagrado sobra todo aquello en nosotros que no es Él.
Otro contemplativo, otro místico de nuestro tiempo Carlos de Foucauld, expresa así su íntima experiencia en el trato con el Señor en la Eucaristía: «Tú estás aquí, Señor en la Sagrada Eucaristía, a dos pasos de mí. Tu cuerpo, tu alma, tu humanidad, tu divinidad, todo tu ser esta ahí presente. Dios mío, qué cerca estás de mí, Jesús, Bien Amado de mi alma».
Para llegar a ser invadido por el inmenso amor de Dios, para profundizar en ´su verdad que es nuestra única verdad, la actitud ha de ser la de total y completa apertura y abandono a su voluntad para recibir y entender lo que Dios quiere de cada uno de nosotros. Pero no se trata de unos momentos aislados en nuestras vidas. Cuando dejamos de estar ante esa presencia real, cuando nos adentramos en nuestros quehaceres diarios, el Espíritu Eucarístico nos sigue acompañando impregnando con el bálsamo de la Paz, decisiones, aciertos, contratiempos e incomprensiones.
Las miradas, tanto de aquel campesino, sin una cultura portentosa y cultivada, sin más bagaje que su vida sencilla, como la del religioso francés abandonado a la voluntad de Dios en el desierto, nos indican de manera creíble que la única puerta por la que puede entrar Dios en nuestras vidas es la de la sencillez y humildad del corazón y que en el diálogo amistoso ante Jesús Sacramentado se torna en esta expresión confiada y agradecida: Señor mío y Dios mío.
Por Fermín Gassol Peco, Director Cáritas Diocesana de Ciudad Real