Desde el Seminario, en esta fecha y fiesta de san José, tan unidos a través de los años en su celebración, os escribo con el corazón en la mano queriendo llegar también a vuestro corazón…
Relato dos hechos, el primero sobre el papa san Juan XXIII… Cuentan que era tan sencillo y cercano —el Papa Bueno, lo bautizaron las gentes— que, una vez, hablando dos ateos sobre la Iglesia y sus contradicciones, propias de sus hijos que somos santos por el bautismo, y pecadores, por caminantes en este mundo aún…, uno de ellos se atrevió a decir: “Bueno, yo no creo en Dios, pero si Dios existe, debe parecerse a Juan XXIII”. No puede decirse mejor cosa de un cristiano o cualquier otra persona que fuera así de buena…
Y el segundo es muy parecido y llega a la misma conclusión: Hace ya muchos años, vi una película que ni siquiera recuerdo el título, en el que dos hombres muy peligrosos, fugitivos de su prisión, llegaron a una isla de no muchos habitantes, donde había un sacerdote que, sin saber quiénes eran, los acogió y cuidó durante tiempo sin pedirles muchas referencias… Poco a poco se fueron abriendo a este sacerdote gastado por los años, pero aún de fuerte genio y una inmensa bondad y cercanía, no sólo con ellos sino con toda la población indígena… También fueron conscientes con el tiempo de cuántas noches se perdía dentro de la Iglesita, donde sólo brillaba una lucecilla parpadeando en un rincón, en el que pasaba horas… Comprendieron después lo que ese tiempo significaba para él…
La película terminaba con parecido comentario, cuando se alejaban de la isla en una barquilla. Uno de ellos susurró al otro… Yo no sé si Dios existe o no, pero si existe, sin duda debe parecerse a este hombre.
El cura —decimos a veces, quizá sin saber que ese término significa el que cuida, el que acompaña, el que sirve… a sus hermanos—, el sacerdote, ha de ser un hombre de Dios, apasionado de la forma de ser de Cristo, y cercano en su corazón y sentimientos a sus hermanos, nosotros, por los que entregó su vida en la Cruz. Y él también, a pesar de sentirse un pecador perdonado como todos los que en Él creemos, quiere entregarla con la consciencia de su debilidad en todo.
Es una gran cosa ser cura, y más hoy cuando ha perdido mucha aureola social y entre los mismos cristianos. Pero es Cristo el que llama y no llama a los perfectos, sino a los que quiere, como a Pedro, Santiago, Juan, Felipe o Mateo… Y es una gran cosa también que despierten nuestras familias y comunidades cristianas para que, al menos, los hijos comprendan lo valioso y necesario para la Iglesia y el mundo esta vocación-misión que nace de Cristo.
Por Pedro López de la Manzanara, rector del Seminario