El camino de la Cuaresma, que nos prepara la Pascua, se inicia con el tradicional rito de la imposición de la ceniza, que va iluminado por las palabras que lo acompañan: Acuérdate que eres polvo y en polvo te convertirás (cf. Gn 3,19), o bien: «Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1, 15).
El símbolo de la ceniza nos recuerda el origen del hombre: «Dios formó al hombre con polvo de la tierra» (Gen 2,7). En este sentido, la ceniza representa, pues, la conciencia de la nada de la creatura con respecto al Creador, que nos lleva a todos a asumir una actitud de humildad (viene de humus, tierra): «polvo y ceniza son los hombres» (Si 17,32). Además, la ceniza es signo del arrepentimiento y de penitencia: «Cambiemos nuestro vestido por la ceniza y el cilicio; ayunemos y lloremos. Delante del Señor, porque nuestro Dios es compasivo y misericordioso para perdonar nuestros pecados» (Antífona: Cf. Jl 2,13). En los primeros siglos se utilizó este gesto por los cristianos culpables de pecados graves que querían recibir la reconciliación al final de la Cuaresma, el Jueves Santo. Vestidos con hábito penitencial y con la ceniza, que ellos mismos se imponían en la cabeza, se presentaban ante la comunidad y expresaban así su conversión. En el siglo XI, desaparecida ya la penitencia pública, se vio que el gesto de la ceniza era bueno para todos, y así, al comienzo de este período litúrgico, este rito se empezó a realizar para todos los cristianos, de modo que toda la comunidad se reconocía pecadora, dispuesta a emprender el camino de la conversión cuaresmal.
Por Juan Carlos Fernández de Simón Soriano, publicado originalmente en Con Vosotros.