Queridos diocesanos todos:
Un año más queremos elevar nuestra mirada al cielo y contemplar a la madre con mayúsculas, la Virgen María. En ella tenemos mucho que aprender a la hora de ser nosotros buenos hijos suyos y auténticos seguidores de su Hijo Jesús.
Ella es siempre, para nosotros, sus hijos, y para cuantos fijamos nuestros ojos y ponemos nuestro corazón en su vida de fe, generosidad y disponibilidad con Dios y para Dios, el más auténtico y vivo testimonio de una persona que supo poner su vida entera a disposición de lo que Dios le pedía, y a favor de los planes que Dios tenía sobre ella y sobre la salvación de la humanidad entera.
Hoy, que tantos no valoran para nada la importancia de Dios en su vida o desprecian o son indiferentes a toda referencia a Dios para encontrar sentido a la misma, María es el modelo perfecto de alguien para quien Dios era lo más importante y los planes de Dios los anteponía a todo lo demás, incluso a sus propios planes.
Su vida fue una entrega total y continua para cumplir los planes que Dios tenía sobre ella, aunque dicha entrega la llevara a tener que olvidar sus propios planes o que el cumplimiento de estos la llevaran a pasar momentos de intenso dolor humano y de desgarrador sufrimiento.
El sí que dio a Dios por medio del ángel cuando le anuncia que iba a ser la madre de Dios, es un sí, un fiat, un hágase que va a repetir constantemente en su vida. Ella va a ser la madre dolorida y dolorosa cuando ve sufrir y morir a su Hijo en la cruz, pero va a ser la mujer fuerte que va a permanecer allí de pie, sin esparajismos, acompañando a Jesús que muere por la salvación de todos en la cruz y cuando lo tiene muerto entre sus brazos.
Su fe en Jesús le hizo esperar en su resurrección y la convirtió a ella en la mujer que unió a los discípulos dispersos después de la muerte de Cristo y que esperó con ellos la resurrección de Cristo por encima de toda desesperanza y sufrimiento.
Ella vivió desde Dios y para Dios, llena de fe y de esperanza en la palabra de su Hijo que sabía que había de cumplirse. Por eso fue capaz de sufrir y de pasar por tanto sufrimiento, porque confiaba en Jesús que había dicho que el que creyera en Él, ni el sufrimiento ni la muerte tendría la última palabra.
La palabra de su Hijo y la fe en ella, le garantizaba una vida eterna y feliz. En esta garantía encontró sentido todo cuanto tuvo que sufrir, porque sabía que la vida no se acaba con la muerte, sino que había otra vida más plena en la que ya no es posible el dolor ni el sufrimiento, sino el gozo junto a Dios para siempre.
Miremos a la Virgen María, y pidámosle que aumente nuestra fe; que la fe sea la razón de nuestra vida, porque si somos capaces de ajustarla a la exigencia de la fe, esta vida nos hará merecedores de otra eterna en la que seremos felices y dichosos para siempre junto con ella.
¡Feliz fiesta de la Virgen para todos!
+ Gerardo Melgar Viciosa
Obispo Prior de Ciudad Real