Ha conocido nueve papas y siete obispos, una guerra civil, una guerra mundial, ocho golpes de estado, tres reyes, una república y dos dictaduras, ha vivido bajo cinco sistemas políticos distintos y este año ha cumplido setenta y cinco años como sacerdote. Es Pedro Roncero Menchén, natural de Membrilla, donde nació el 21 de abril de 1921, por lo que cuenta ciento dos años. Aquí hace una acción de gracias por los años vividos y por su fidelidad al sacerdocio, unas palabras que comparte con sus compañeros por la pasada celebración de san Juan de Ávila, el 10 de mayo.
Es para mí una alegría y un honor, el día de San Juan de Ávila, Doctor de la Iglesia y patrono de los sacerdotes españoles, que el señor obispo me invite a decir unas breves palabras a mis hermanos sacerdotes que celebran sus veinticinco, cincuenta y setenta y cinco años de su ordenación sacerdotal, para recordar, que es volver a vivir.
Vivir es amar y amar es vivir. Seamos sacerdotes de Jesucristo que es vida y amor; vida para vivirla y vida para darla; para amar, lo que decimos debe ser verdad y, para decir la verdad, hay que amarla.
Jesucristo nos dice: «Yo soy el camino, la verdad y la vida», seamos sacerdotes sembradores del amor y de la vida.
Todos los días la vida son sementera larga para los sueños de Dios.
Y sembraste, Tú, Señor, con la gracia...
En el surco de cada pensamiento, una ilusión.
En el surco de cada corazón, un amor.
En el surco de cada vida, una esperanza.
Hazme sacerdote sembrador de tus semillas en los campos de la vida.
Que siembre paz en el surco de la lucha.
Que siembre perdón en el surco del odio.
Que siembre alegría en el surco de la tristeza y el dolor.
Que siembre confianza en el surco de la desilusión.
Que siembre amor en el surco de la soledad.
Señor, enséñame a hacer, de cada salida de mi vida, una siembra:
De alegría, de esfuerzo, de optimismo, de pureza, de amor y de paz.
Sembremos en nuestros corazones estas semillas y tendrán un hermoso florecer en nuestras vidas.
En la Iglesia, en la viña del Señor, es necesario un libro y un hombre, un libro, el Evangelio; un hombre, el sacerdote. Ni el Evangelio sin el sacerdote, ni el sacerdote sin el Evangelio.
Que puedan decir de mi vida sacerdotal: se fue con las manos apretadas y los brazos cansados de tanto sembrar.
Que podamos decir al final de nuestra vida sacerdotal: y cuando llegue mi hora y Tú me quieras pagar, no preguntes mi salario, dame tu amor por jornal, que yo te sirvo de balde y no pido nada más. Perdón Señor, no te pido poco, te pido tu amor que es infinito.
Que digamos a nuestra Madre, la Virgen:
Dios te salve Reina y Madre,
de gracia y virtudes llena,
consuelo de nuestras penas
en esta vida afanosa,
préstame tu auxilio divino,
y, cuando llegue mi hora postrera,
¡ven al alma que te espera,
¡Virgen Santa del Espino!
Nuestra vida sacerdotal se la debemos a Dios, nuestro Padre, y a nuestra madre, la Virgen.
Por Pedro Roncero Menchén