Luis Eduardo Molina es el vicario de pastoral de la diócesis. Nos habla de la fraternidad en nuestra Iglesia. Para este Día de la Iglesia Diocesana, el artículo nos introduce, desde la koinonia (comunión) en tres aspectos de la vivencia de la fe: martyria (testimonio), diakonia (servicio) y liturgia (celebración).
La Iglesia recibió un curioso nombre en sus orígenes: fraternidad. Su uso fue habitual en los primeros siglos. No se lo dieron otros sino los propios cristianos. Con un solo apelativo manifestaban que no existía para ellos más que un Padre, Dios Creador y providente, y que su Hijo, al asumir la condición humana, había introducido a los creyentes en la vida divina por su muerte y resurrección, haciéndolos hijos del mismo Dios. Entre ellos no cabía mejor nombre que el de hermanos. Cualquier distinción por responsabilidad o por cualidades personales se entendía como un servicio, una entrega, una colaboración para el bien común, con una especial sensibilidad hacia los más vulnerables. La fraternidad se oraba, se aprendía en la doctrina, se practicaba con obras, se festejaba en la gran celebración de la eucaristía. Por el Espíritu vivían esponjados en esa comunión, con Dios y con los otros hombres. Sin ella la Iglesia incurría en un flagrante pecado y en un descrédito a los ojos de todos, creyentes o no.
De algún modo se percibe el pálpito de lo fraterno, si abunda o si escasea, a la hora de visitar diferentes comunidades de nuestra diócesis. Los momentos para notarlo son múltiples: en el aprecio de unos curas con otros, el cariño por lo diocesano, la vitalidad y alegría de las comunidades de consagrados, la implicación de los seglares en la construcción de la Iglesia, la preocupación por que cada cual encuentre su lugar, el servicio a los más desfavorecidos y la presencia esperanzadora en el sufrimiento y las heridas humanas… por decir algunos. El lugar donde se vive esto de forma suficiente rezuma frescura, ilusión, apertura al Espíritu y valentía para afrontar nuevos retos. Acoge una participación diversa y creativa, donde el ánimo se comparte y la crítica se recibe con propósito de mejora. Prioriza la oración, busca integrar diferentes sensibilidades espirituales y se esmera por hacer llegar el tesoro del Evangelio que vive y celebra a aquellos que no lo conocen.
¿Caminamos en nuestra diócesis desde una verdadera comunión? El primer intento de respuesta debería partir del cristiano que se pregunta, revisando si trabaja por ella. Pero no solo, también han de responder Unidades de Acción Pastoral y parroquias, congregaciones y movimientos y aquellos organismos que orientan, administran, inspiran. La fraternidad, aunque difícil y costosa, ha de ser un distintivo esencial entre nosotros. Entraña la responsabilidad aneja de manifestarla externamente, pues nuestro mundo está tan carente de ella y la necesita tanto. La preocupación por las cifras de quienes nos solicitan sacramentos ha de ser superada por la ilusión y el trabajo para que nos reconozcan, como a nuestros hermanos de los primeros tiempos, por este signo: ¡Cómo se aman!
Por Luis Eduardo Molina Valverde