El hijo pródigo

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Es de muchos conocida aquella anécdota que se cuenta de un profesor de sagrada escritura al que preguntaron en una ocasión que, suponiendo que desapareciesen todos los evangelios para siempre y sólo pudiese salvar una página, cuál de ellas salvaría; a lo que el profesor, sin dudarlo un segundo, contestó: «La parábola del hijo pródigo. Para mí es la esencia del Evangelio». Y probablemente llevase razón.

La parábola del Hijo pródigo, o mejor dicho, del Padre misericordioso, desgrana como ninguna esa expresión de Jesús y que los evangelios nos han conservado en su misma lengua aramea: abba, que nosotros hemos traducido por «padre» aunque deberíamos atrevernos a sustituirla por nuestro «papá» para dirigirnos con total confianza a ese Dios del que Jesús se siente profundamente Hijo y nos ha enseñado a experimentarlo de igual manera.

Por muy lejos que pueda marcharse el hombre de Dios, en cualquier terreno, en cualquier oscuridad de su vida, siempre habrá una claridad

Rembrandt es quizá el pintor que mejor ha plasmado el mensaje de esta parábola que nos sale al encuentro en nuestro itinerario cuaresmal, centrando la atención del cuadro en esas grandes manos abiertas, acogedoras con que el padre bueno abraza y perdona al hijo perdido que regresa al hogar. ¡Tantos hombres y mujeres a los que esta parábola ha tocado en el corazón un punto único, secreto, misterioso, inaccesible…! Perdón es la sola palabra de Dios que el pecador no ha ahogado en su corazón. Esa palabra que enseña que no todo está perdido, que no entra en la voluntad de Dios que se pierda uno solo de estos pequeños, que no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva.

Por muy lejos que pueda marcharse el hombre de Dios, en cualquier terreno, en cualquier oscuridad de su vida, siempre habrá una claridad, lucirá un lámpara de esperanza, un deseo de volver al Padre Dios que «estaba en Cristo, reconciliando al mundo consigo, sin pedirle cuentas de su pecado…» como nos dice san Pablo, o como expresa el genial pintor en esas manos que dan cariño y calor a ese hijo que «estaba muerto y ha revivido, estaba perdido y lo hemos encontrado».

Quizá sea con el hijo perdido con el que más nos hemos identificado y reflexionado. Pero todos tenemos un poco de los tres personajes. Del hermano mayor cuando nos creemos perfectos frente a los demás o no compartimos la lógica de Dios que perdona sin medida. Pero también tenemos, en el fondo de nuestro corazón, un poco del padre de la parábola cuando hemos experimentado la dicha y el gozo de haber perdonado a alguien de corazón.
 
Por Vicente Díaz-Pintado Moraleda