La Cuaresma es sobre todo un itinerario catecumenal. Sólo desde la clave de la celebración de los sacramentos de la iniciación, ya sean recibidos (catecúmenos) o renovados (fieles) en la noche de Pascua, se comprende el guion de las celebraciones litúrgicas que nos propone la sabiduría pedagógica de la Iglesia madre y maestra en este tiempo fuerte.
Si la Cuaresma es catecumenal es porque nos inicia o reinicia verdaderamente cada año en la única espiritualidad común a todos los cristianos: la espiritualidad pascual y por lo tanto bautismal, es decir, en la participación sacramental en el misterio de la muerte y resurrección de Cristo.
La Cuaresma es el tiempo de morir a la condición de la humanidad pecadora (Adán) destinada a la muerte y resucitar con una humanidad nueva (Cristo, nuevo Adán) destinada a la eternidad.
La Cuaresma por ser bautismal es tiempo de conversión, tanto individual como comunitaria. La conversión, antes de ser puro esfuerzo de la voluntad humana, es siempre manifestación del Espíritu Santo. A excepción de la Virgen María, todos los santos son pecadores convertidos a Jesucristo. Uno jamás es ya cristiano del todo, sino que se va haciendo cristiano. La vida cristiana nunca es acumulativa: tiene sus progresos y también sus fracasos y vueltas atrás. Ser cristiano es comenzar siempre.
La conversión, antes de ser puro esfuerzo de la voluntad humana, es siempre manifestación del Espíritu Santo
La primera etapa de la conversión es penitencial. Por eso la Cuaresma se inicia, con y como Jesús, en el desierto. El desierto cuaresmal para la Iglesia es como hacer un nuevo éxodo para llegar a la tierra prometida, el cielo.
En el desierto se produce el combate espiritual contra el mal. El mal, dentro de nosotros y también en la Iglesia y en el mundo, es algo muy real y que hay que tomar muy en serio.
Las armas para este «combate de la fe» nos las proporciona la Palabra de Dios, la eucaristía y las obras del ayuno que nos unifica con nuestra humanidad, de la oración que nos une con Dios y de la limosna que nos hace solidarios con el prójimo.
El desierto es el lugar espiritual de la purificación y superación de toda tentación del tener, del aparentar y del querer ser como Dios pero sin Dios. Es tiempo de empezar a preparar el sacramento de la penitencia para llegar iluminados y liberados al final del camino, la gran noche de la Vigilia Pascual.
Por Raúl López de Toro Martín-Consuegra