¡Jesús ha resucitado! Es «el que vive». Este es el misterio decisivo de nuestra fe. Pero esta fe en Jesús resucitado no brota sin más, de manera espontánea, es necesario el encuentro, la experiencia vital.
Las mujeres fueron las primeras en tener esta experiencia vital de la resurrección, las primeras en enterarse de que Jesús estaba vivo. «Muy de mañana, cuando aún era oscuro fueron al sepulcro», fueron en su búsqueda. Su corazón seguía anhelando a su Señor.
En los evangelios la presencia de estas mujeres es una presencia humilde y callada. Son mujeres que junto a María han vivido una relación muy especial con Jesús, ya durante su predicación, pero también durante la Pasión. Con María, parece que han aprendido a guardar todo en su corazón y cuando llega el momento de la prueba no huyen, no se esconden, mantienen su fidelidad incluso ante el estupor de la cruz.
El encuentro con el resucitado es un don, un regalo, pero debemos disponer nuestro corazón para poder recibirlo
La clave de esta actitud valiente de las mujeres hay que buscarla en su corazón, en su manera de amar. ¿Es que acaso los discípulos no amaban a Jesús? Claro que lo amaban, pero el miedo en aquellos momentos parece que fue más grande que el amor. El miedo enturbia el corazón que aún no ha madurado su amor. Pero tras su encuentro con el Resucitado, también en ellos, su amor crecerá hasta el extremo de su propia transformación.
El amor de las mujeres-discípulas, acrisolado ya por el desprecio y la humillación de los hombres (ni siquiera su testimonio tenía valor oficial o jurídico), es un amor profundo al Señor, un amor que confía plenamente en el amado, que sabe acompañar el sufrimiento y esperar la promesa que va más allá del conocimiento. Las discípulas han sabido reconocer a Cristo como su auténtico liberador, esto ha encendido su corazón con un ardor nuevo e insospechado. Ellas no buscaban los primeros puestos, y quizá también por ello, el resucitado, mostrándose a ellas en primer lugar, empezó a cumplir en ellas su promesa: «Los últimos serán los primeros». Y a las que no habían merecido ni el nombre de discípulas las convierte, por un momento, en apóstoles de los apóstoles.
En cualquier caso, el encuentro con el resucitado es un don, un regalo, pero debemos disponer nuestro corazón para poder recibirlo. Todos estamos llamados a ese encuentro personal con el resucitado. ¿Seremos capaces de reconocerlo, como lo reconoció María Magdalena cuando el maestro pronunció su nombre?
Por Pilar Sánchez Orozco