El sacerdote Juan Carlos Torres reflexiona acerca de algunos signos de la Resurrección de Jesús: el silencio, el amanecer, la losa de la tumba, el sepulcro, los aromas...
Los relatos pascuales hacen alusión a una serie de elementos que, a su modo, son testigos y vehículos del acontecimiento pascual. Una mirada contemplativa es capaz de reconocer en ellos una dimensión reveladora de la Pascua que los convierte en ellos signos y señales de la resurrección.
El silencio
La Palabra creadora del Padre ha callado y se ha esfumado cualquier posibilidad de comunicación. Su ausencia ha dejado el ambiente suspendido en una mudez que se torna en vacío. Pero el silencio es también la condición para la escucha. Una escucha que permite ahondar la promesa divina que protegió a la esperanza. Igual que en Belén, ahora otro ángel romperá la barrera del silencio pronunciando las palabras más gozosas de la historia: «No está aquí: ¡ha resucitado!, como había dicho» (Mt 28, 6)
El amanecer
Tras la oscura noche del sábado, empiezan a despuntar los primeros rayos de sol del domingo, y el negro telón que cubría el cielo de la ciudad santa recibe la claridad del nuevo día. Amanece «el día en que actúo el Señor». Se oye el primer canto de los pájaros y el bullir de la tierra que, unas horas antes, parecía inerte. La tiniebla ha sido sofocada por la luz radiante que resplandece en los vestidos del resucitado caminando de nuevo hacia Galilea.
La losa que cierra la tumba
Es la piedra que selló el camino de Jesús y puso fin a su biografía. Más allá de su espesor, se guardan, sin solución de continuidad, los restos de un cuerpo que inexorablemente terminará descomponiéndose. Lo inédito comenzará cuando las mujeres contemplen que esa pesada losa está corrida porque la fuerza del resucitado ha derribado la muralla infranqueable de la muerte.
El sepulcro vacío
El resucitado no ha recuperado la corporalidad que tenía antes. Ahora posee un cuerpo espiritual más potente, fuera de las coordenadas espaciotemporales, que solo puede ser visto con los ojos de la fe y por aquellos a quienes les sea concedida la gracia de recibir su manifestación. Por eso, la tumba vacía es el signo inequívoco de que Cristo ha cumplido su promesa de resucitar. La tumba ya no alberga su muerte: se ha convertido en la señal de que Jesús ha salido de ella para ofrecer su nueva vida.
Aromas para embalsamar
Ha pasado el gran sábado de la Pascua judía y las discípulas han ido al sepulcro para terminar de embalsamar el cuerpo de Jesús y despedirse definitivamente de él. En sus manos, llevan frascos con aromas que recuerdan la fragancia de las flores que poblaban los caminos de Galilea, el perfume del amor hasta la muerte con el que Jesús fue ungido en Betania, y el olor de los campos de Judea. Aromas que guardan las esencias de un pasado feliz que va desvaneciéndose en cada paso hacia el sepulcro. Sin embargo, será el resucitado quien terminará ungiéndolas a ellas, y a los Doce, cuando reciban la nueva unción de su Espíritu en Pentecostés.
Puertas cerradas
Tras la muerte de Jesús, el Cenáculo se había convertido en otro sepulcro que aprisionaba la misión apostólica por el pesar de la traición y por el miedo. Todo parecía blindado a causa del pecado y la muerte. Pero el que acaba de vencerlos atraviesa las puertas e irrumpe ante sus discípulos para regalarles la fuerza de su nueva vida que disipa sus temores y les desvuelve la confianza y la misión. Los corazones de once hombres vuelven a arder como antorchas, e impulsados por el gozo de haber visto al Señor, salen a las calles para proclamar con valentía y hasta los confines del mundo, que Cristo vive.
El costado
Faltaba Tomás. Él no había contemplado la aparición del resucitado y le costaba creer el testimonio de sus hermanos. Pasaron ocho días y, al domingo siguiente, Jesús volvió a aparecerse ante ellos inaugurando una secuencia de visitas dominicales que continúa hasta nuestros días. Tomás, aún cegado por la incredulidad, deja que Jesús conduzca su dedo hasta las llagas de sus manos y su costado, y al palpar la evidencia del resucitado queda transformado en testigo y apóstol de la fe.
El pan en el camino
Dos discípulos regresan desencantados hacia su lugar de origen en Emaús. Atrás queda el recuerdo de los años que siguieron tras las huellas del maestro; sus palabras; sus gestos; los signos que demostraron la llegada de su reino; y el rostro de todas las personas que fueron sanadas en su dignidad, su cuerpo o su espíritu. Un peregrino, al no que son capaces de reconocer obcecados por la desilusión, empieza a repasar con ellos las Escrituras y hace trepidar sus corazones. Realizan una parada para compartir la mesa, y al ver cómo parte el pan, el resucitado rompe su desesperanza y les da el alimento de sí mismo para que puedan ser portadores de la Buena Nueva.
El pez asado
Los doce habían vuelto a su oficio de pescadores. Un desconocido les indica que para pescar han de echar las redes hacia la otra orilla. «¡Es el Señor!» Y la red emerge del agua repleta de peces. Jesús les ha vuelto a preparar la mesa para celebrar con ellos la comida del perdón que restaura la primera llamada y les confía el envío definitivo. Solo basta asumir una sola condición: amar con un amor del que brote un seguimiento hasta la muerte, hasta la resurrección.
Juan Carlos Torres es sacerdote de la Diócesis de Ciudad Real